La migración de las aves

Alma

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Alma

Noviembre dejaba algo de frío y ausencia. Siempre sucedía lo mismo.

Era lúgubre y deprimente.

Hoy era el cumpleaños de Nígel, hoy era nueve de noviembre.

Él estaba ingresado en el hospital todavía, yo estaba con su regalo de cumpleaños en mano en dirección de este.

Eran las cinco de la tarde pero parecían las diez de la noche.

No se veía nada, el día, oscuro por el cambio de hora, dejaba poco que ver.

Yo, llevaba un jersey blanco grueso, con flores azules y lilas bordadas con abejas volando entre ellas. Mis pantalones de pelo negros, me ayudaban a mantenerme en calor y mis super calcetines de renos rojos, ocultos por las botas, conocidas por Ronan como “máquinas de guerra” hacían un ronco sonido al chocar contra el pavimento.

La bufanda había comenzado a almacenar calor después de soltar vaho unas cuantas veces y mis manos, cubiertas por los guantes, se movían inquietas entre los enganches de mano del macuto que tenía cruzado en el pecho.

Mi pelo, oculto tras el gorro de lana que me había colocado, ocultaba el peinado que Ronan me había preparado con cariño.

Pero yo, muerta de miedo y nervios, anduve.

Anduve hasta que quedé frente a su habitación y temí el ver cómo había quedado, habían pasado unas semanas del accidente.

Toqué y oí su ronca voz. El miedo trepaba por mis piernas.

  • Pase – dijo antes de toser.

La habitación era grande y una gran ventana la iluminaba, Nígel estaba tumbado en su cama, con un collarín y la cara un poco morada, por el golpe.

Cuando me miró, me sonrió y vi sus pequeños ojos, por culpa de la hinchazón, aguarse.

  • Feliz cumpleaños – sonreí y dejé las cosas antes de acercarme para abrazarle.

Él se carcajeó bajito y me miró con ese cariño que portaba.

Me quité el gorro, los guantes y la bufanda bajo su sonrisa alegre.

  • ¿Cómo va la cosa? – pregunté acercándome a él con la silla.
  • Dentro de poco dejaré de ser un perro – respondió refiriéndose al collarín.

Reí y tomé su mano con nostalgia. Porque él había sufrido las consecuencias de mi culpa. No podía dejar de mirarle con dolor, con lástima, con disculpa.

  • Adivino, calcetines de reno – susurró para intentar quitarle pesadez a mis ojos.

Asentí mientras me carcajeaba como él.

  • Siempre que ibas a algún evento importante los llevabas. Junto tu jersey de flores.
  • Es tradición.

Nos miramos como antiguos amantes, como personas que habían vivido más que el roce de dos manos y bocas. Como personas que se habían desnudado una frente a la otra, nos miramos como amigos, como familia. Porque en algún punto, llegamos a serlo.

Porque aunque estemos separados y yo pusiese punto y final, todavía, seguía queriéndolo.

Porque él me había enseñado un poco del amor.

Y tenía que agradecérselo.

  • Tengo un regalo para ti – susurré con cariño.

Con tanto cariño, que vi la sorpresa cruzar sus ojos como un cometa.

  • ¿Y ese cariño? – inquirió con la ceja alzada.
  • Creo que alguien me está cambiando – respondí con una sincera sonrisa.

Porque lo estaba haciendo. Porque ya no me costaba sonreír, ya salía solo, se podría decir que hasta era más amable.

  • Oh y ¿dónde está? Que tengo que agradecérselo – ironizó.

Le pellizqué el brazo y él se quejó mientras reía.

  • Nígel – lo llamé antes de darle el regalo.
  • Alma – sonrió, su mano, que acariciaba la mía, estaba cálida –. Me alegra de que seas feliz.
  • Queda mucho todavía.

Nígel negó y me miró con ese amor que caracterizaba llevar. Con ese amor que yo nunca merecí, porque yo no estuve hecha para él. Porque por muchas cosas que supiésemos del otro, nunca llegamos a congeniar de esa manera hermosa que tenía el amor de hacerlo.

  • ¿Sabes la historia de los caballitos de mar? – cuestionó en un susurro acariciando la mano.
  • No – respondí mirando sus ojos, sus ojos en los que tantas veces me había perdido.
  • Un caballito de mar, tiene una pareja de por vida y cuando esta fallece o lo deja, ellos no lo aceptan y no vuelven a tener pareja. Ellos la esperan aunque esta les haya dejado.
  • Nígel…– empecé a decir al ver sus intenciones.
  • Yo soy un caballito de mar, tú eres mi pareja. Y déja…
  • Nígel – lo corté con dolor – no te aferres a mí por favor.
  • No me lo digas a mí, díselo a mi corazón – sonrió melancólico –. Acepto que tengas pareja, que te cases, que rehagas tu vida, es más, eso es lo que quiero, quiero que seas feliz. Pero no dudes en que estaré ahí siempre. Solo… déjame amarte. Con eso puedo sobrevivir.
  • Nígel, no…
  • Alma, soy feliz así, bueno, no del todo, pero soy feliz. Porque tengo muchas cosas contigo y… me gusta. Déjame vivir con tu amor.
  • Nunca te dije que te amaba – susurré con lágrimas en los ojos.
  • Nunca necesité que lo dijeses, porque yo lo sabía. Lo sabía cuando preparabas mi desayuno con una carita feliz, lo sabía cuando preparabas un libro y te sentabas a mi lado a leerlo. Sabía que me amabas cuando me miraste y te entregaste a mí aquella vez, en cuerpo, en alma. No necesité palabras porque nosotros siempre hemos sido más de gestos, de acciones. De estar. Y… creo que en parte, esa fue nuestra magia.
  • Nígel…– susurré.

Mi labio temblaba y él, apretaba mi mano. Los dos sabíamos que nosotros, nuestra relación había sido pasajera, porque fue una parada, en la que nos preparábamos para migrar, solo que él se enamoró de mí y yo… yo lo quise.

  • Te daría un abrazo, pero posiblemente haga que me lesione más.
  • Estás viejito ya, eh, un abuelo ya – bromeé.
  • Y tú demasiado joven, ven y abrázame.

Sonreí y dejé el macuto para abrazarlo. No pude evitar derramar unas lágrimas, no pude evitar llorar en su hombro.

  • Venga, quiero ver mi regalo Alma, me vas a mojar el pijama.
  • ¿Qué pijama si solo es una bata que te deja el culo al aire? – bromeé.
  • Pues mi culo es bonito, así que dame los regalos.




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