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Dumán
No había sido la manera más romántica de decirle a Alma que la amaba, pero el amor no entendía de maneras. Lo comprobé cuando al dejarla en su casa, su padre, amistosamente, como su hija era, me invitó a entrar a su casa. Porque él me vio besarla en las puertas antes de despedirme y ahora, me tocaba pagar con la condena de la tortura que iba a imponerme.
Tragué y asentí. Alma caminaba de mi mano y me miraba con lástima. Con lástima porque mi rostro era la viva imagen del terror, de los momentos previos a una muerte.
“Ya está, me matan y ni casarme con ella he podido aún” – pensé.
El sudor se empezó a agolpar en mi frente.
Román me miraba como si fuese el hombre que nunca quería ver en las puertas de su casa.
No sabía qué hacer, no sabía si debía de andar o marcharme corriendo. Nunca había estado en una situación como aquella.
Román señaló el interior de la vivienda con la cabeza.
Con la cabeza alta, entré y esperé a que Román pasase y me señalase una silla.
Obedecí, porque sabía que si no lo hacía, probablemente mi cuerpo acabaría en el maletero de algún coche.
Me sentía mandado, como un niño pequeño.
No contesté, solo, me concentré en mirar las líneas de mis manos, nervioso.
El ambiente era pesado, como si hubiese hierro tapando el aire ligero, como si algo se apontocase en el aire hasta que costase respirar.
Alcé la vista y vi sus ojos más serios que nunca. Lo hice porque si no era capaz de asesinarme a tiros allí, ¿sería verdad que podía quitarle vida a corazones a base de golpes? En aquellos momentos no lo dudaba, pero no quería comprobarlo.
Estaba mejor vivo y saltarín.
Él negó y me señaló.
No me arrepentí, pero sentí miedo al ver a su padre escudriñarme con la mirada. Sentí que aquellos ojos eran capaces de pasar por mi cuerpo, de entrar en mi corazón y leerlo como cual libro se tratase este.
Una pizca de aprobación surcó por sus ojos como una rápida ráfaga de viento.
Román, se sentó en una silla a mi lado y se quedó en silencio un rato, mirándome, como si no supiese qué hacer conmigo.
Una sonrisa apareció en su rostro y las arrugas que se formaban en sus ojos se hicieron visibles, tanto, que parecía más mayor, pero no mayor de persona fuerte y poderosa y respetable, si no, mayor de un hombre que solo quería a su familia a salvo y viviendo feliz. De un hombre que solo quería que hubiese paz en lo que quedaba de su vida. De un hombre, que solo quería ver a su familia siendo amada, tanto como él lo hacía.
La respuesta, era un huracán en su vista, podía ver la felicidad y el orgullo, pero también había un dolor, un dolor muy pequeño que no podía pasar desapercibido, que estaba ahí.
Una frágil y disimulada sonrisa apareció en su rostro, podía ver una especie de dolor abrirse paso entre este y comerse la felicidad como una bacteria.
El ambiente había girado y se notaba más ligero aunque conservaba su pesadez, se podía apreciar una nostalgia y calma al mismo tiempo y amor, desbordaba de amor.
Román, con una pequeña lágrima rodando por su rostro – casi invisible, como si ella pasase de puntillas, como si no quisiese ser vista, aunque dejase una estela tras ella –, habló con la voz rota y con dolor, con mucho dolor.
Y eso bastó para que pudiese ver el dolor en su rostro.
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Editado: 16.06.2025