Alma
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Alma
Con un nudo en la garganta, me postré frente a la floristería de Cintia.
Su nombre, en letras mayúsculas y elegantes de un tono lila adornaba un letrero rosa palo.
FLORECIDA VIDA
De niña, Cintia solía contarme que su nombre, el de la floristería, era para que la gente entrase con más facilidad, porque significaba que ahí dentro, florecerías como lo hacen las flores.
Decía que la verdadera vida florecida era la de uno mismo, porque constantemente estábamos mejorando y creciendo al nivel interior.
Y aunque la gente quisiese engañarse para tener mejor vida comprándose flores, ella, cuando compraban, aprovechaba a darle un consejo, que hacía que sus clientes se volviesen habituales.
Ese era su poder.
Podía entender a cada persona con solo unas flores.
Porque según ella, las flores, dicen más que otra cosa.
Lo raro, es que nunca fallaba.
La tarde se acercaba y para su negocio, el cierre.
Esperé a que saliesen unas señoras con unos ramos y entré.
Notaba el miedo en la herida, la notaba moverse, picar, picaba, tenía que llevar a mi mano. Pero no quería, no… no podía.
Porque mi mano había sido atrapada entre las suyas, porque antes de que pudiese reaccionar, Cintia me abrazaba y me susurraba que estaba muy feliz de verme de nuevo.
- Gracias por venir pequeñaja – se alejó y me miró con una ilusión que fácilmente, podría hacerla volar.
Porque eso tenía Cintia, ilusión. Siempre tenía ilusión, ya fuese un día feísimo y de tormenta, a ella le ilusionaba la lluvia, aún cuándo no caía, y cuando caía, le ilusionaba el sol y el arcoíris.
Daba igual todo lo que pasase, Cintia seguiría con su ilusión.
Malo o bueno, ella tendría ilusión. Y cuando pasaba, estaba feliz.
Ella era una persona dulce, demasiado dulce. Quizá por eso mi madre me alejó de ella cuando se empezó a preocupar por mí. Quizá por eso me dijo que Cintia no podía verme mal.
Quizá por eso ya no iba a casa, y por eso cuando llegaba a su mostrador no podía ir a abrazarla. No podía alejarme de mi madre.
Pero ahora no estaba, estaba libre. Y podía abrazarla sin miedo. Sin miedo a que al llegar a casa alguien me pegase.
- Cintia, yo… venía a… hablar – susurré y ella sonrió y señaló una sillita al lado del mostrador.
Esa sillita grande, verde de plástico, que en un pasado había estado libre para mí, ahora tenía una maceta encima llena de flores. Lavanda.
- ¿Lavanda?
- Es la flor de la sanación. – sonrió y quitó la maceta – Esta maceta, es mía, no está a la venta. ¿Te cuento su historia?
- Por favor.
Mientras ayudaba a que cerrase la tienda, la escuchaba atentamente. Sus movimientos se volvían cariñosos con cada cosa que tocaba. Sus manos, eran manos curanderas, porque me había curado de muchos golpes.
- Cuando empezaste a alejarte, planté la flor y la puse en la puerta para que creciese. Pero… se morían sus hijos y… tú para ese entonces, ya no estabas, no tenía contacto contigo, así que probando distintos lugares de la tienda, seguía igual, incluso peor en otros, cansada un día, la dejé en la silla y se me olvidó cambiarla a otro lugar y… esa semana que estuvo ahí, floreció. Floreció como florece alguien dañado y… pensé en ti. Alma, esa flor solamente florece en esa silla.
- Pero eso le puede pasar a las demás – me excusé porque sabía por dónde iba y me aterraba la verdad
- Lo comprobé, coloqué los hijos de esa y otras flores ahí y se morían poco a poco. Ese sitio es único. Ese sitio, es tuyo y esa flor, eres tú pequeñaja. Es la compañía que he tenido durante años. Es tu compañía la que he tenido durante años.
- ¿Qué significa esa flor?
- La sanación de problemas emocionales. Esa flor me recuerda a ti. A cuando entrabas a abrazarme y corrías a olfatear las flores, a cuando te parabas en la lavanda y después ibas a las gardenias y te quedabas ahí un rato hasta que te volvías aquí y te sentabas en la sillita. Siempre te gustaron las gardenias, podía notarlo, acariciabas sus pétalos con tranquilidad y miedo de que Dara te pillara, luego, después de acariciarlas, las mirabas maravillada y te volvías para que no se notase. Las flores también lo notan. En el cariño que se les da.
- Mi madre odiaba otras que no fuesen las rosas damascenas.
- Y era triste. Porque muchas flores se morían porque ella se las llevara.
- ¿Cómo sabes eso?
- Cuando se acercaba la hora que solíais venir, se ponían más bonitas de lo normal y brillaban – sus ojos se iluminaron aún más mientras sonreía –, cuando llegabais, parecía que os miraban y al marcharos se apagaban, algunas, directamente morían. Pero… eso solo podía ocasionarlo alguien, alguien que no tuviese tanta maldad encima. Las flores son las únicas plantas capaces de notar la maldad de quien las toca. Eso me dijo mi madre y nunca se equivocó.
Cerró la tienda para que nadie entrase y sacó una silla alta para mí.
Y ahí estábamos las dos, en unas sillas, una frente a la otra, con miles de plantas a nuestro alrededor, mirándonos fijamente, ella, con cariño, yo, con miedo.
- Dara… era muy ambiciosa doy gracias a que tú no eres así y no lo digo porque no quiera, es que… con ella solo se podía hablar de negocios y si no sabías… te apartaba y te dejaba a un lado. Quería cada vez más y más y más y… conoció a tu padre… ¿Sabes cómo lo conoció? ¿Sabes esa historia?
Asentí, mi madre me había dicho que era de fiesta múltiples veces, que él se había fijado en ella por lo adinerada que era.
- De fiesta, ¿no? – resumí
- Román… fue pareja mía antes que de tu madre – sonrió melancólica y me miró –. Amaba a tu padre pequeñaja, era… era el hombre de mi vida. Lo nuestro duró un año. Era un hombre de ensueño, cariñoso, protector, fiel, respetuoso… era todo para mí. Pero tu madre le puso el ojo y comenzó a ridiculizarme frente a él. Tu padre, insistió en que me dejase en paz si no quería tener problemas – negó y acarició mi mano –. Terminé con él una noche, de fiesta, cuando tu madre me dijo que me estaba utilizando, porque ella era la otra mujer.
- ¿Eso es verdad? – cuestioné con los ojos abiertos.
- Nunca creas a tu madre Alma. Solo sabe mentir. Y yo, la creí. La creí cuando me enseñó una palabra que solo Román sabía. Me revisó las cartas que nos enviábamos. – contextualizó – Yo… nunca lloré tanto en mi vida pequeñaja. Ese día, una parte de mí, se murió y dejé a tu padre con Dara… Tu madre, consiguió que cayese en sus redes y que se olvidase de mí y se casaron. El día de la boda, fui la dama de honor. Vi a tu padre enamorado, a mí me miraba diferente, me miraba con nostalgia, con amor. Pero a tu madre, con pasión. Dara siempre destacaba, por eso quizá no dijo no, por eso quizá, me callé y no dije que me oponía a aquel matrimonio, porque yo amaba a ese hombre.