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Alma
Los días eran muy tranquilos últimamente, eso me aterraba.
Cintia se había venido a vivir a casa después de que mi padre insistiera, pero yo no podía dejar de darle vueltas a una cosa en mi cabeza, dentro de dos días, sería el cumpleaños de Dumán, de mi pareja.
No tenía nada que darle, porque no sabía qué le gustaba. No sabía nada de sus gustos. Sabía su historia, la sabía de memoria, pero no sus gustos.
Porque nunca habíamos hablado de ello. Ni de los míos. Era algo que los dos intuíamos.
Sabía que adoraba caminar bajo la luna y bajo la lluvia, sabía que le gustaban las gachas, que tenía una pequeña obsesión por los abrazos. Pero no sabía nada material que le gustase.
Así, que aquel día, llegué al hospital con mi violín en su funda y busqué la habitación.
El ambiente era pesado, el olor, comenzaba a asfixiarme, nunca me habían gustado los hospitales, nunca me había gustado su adiós entre líneas.
Entré a la habitación y vi a Nígel tumbado mirando hacia la ventana. La nieve había comenzado a caer hacía minutos y se veía cómo esta se convertía en un pequeño túmulo blanco.
No le llevé flores, porque sabía que las iba a tirar.
Sonreí y me acerqué hasta quedar frente a él y me senté a su lado.
Sonrió y la apretó de vuelta. Pude ver el amor gritar en sus ojos. Intentar bajar a sus labios, labios, que apretaba en una fina línea, de impotencia, vi al amor salir de sus ojos en llanto. En barcos que naufragaban por los lagos de sus ojeras.
Nos miramos con pena y sentí el mundo darse la vuelta. Sus ojos, se habían fijado en mis labios y yo, sentía dolor, demasiado dolor.
Confesé con dolor, porque su reacción me partió en mil. Porque pude ver cómo una punzada de dolor se abría en él, en cómo el amor luchaba por quedarse en aquellos ojos, en cómo lloraba de desconsuelo, en cómo me sonreía a pesar de estar roto.
Miró el violín y sonrió. Luego, dejó mi mano libre y lo señaló.
Y yo sollocé, sollocé de dolor, porque de alguna manera lo sentía. Nigel me abrazó y sonreí antes de levantarme y coger el violín.
Antes de preparar las cuerdas y tocar, tocar con amor, con cariño, con nostalgia.
Porque Nigel era demasiado bueno para mí.
Vi cómo me miraba, con qué orgullo lo hacía, como tantas veces había hecho. Como tantas veces me había mirado.
Pero yo, me concentré en la melodía, en sus palabras.
En las palabras que me recitaban las notas al oído. En cómo se expresaban.
Y cuando terminé, sonreí, sonreí porque llorar era demasiado para mí a esas alturas, porque no podía parar de pensar en él, en Nigel. En lo bonito que fue nuestro momento. En lo insegura que fui y era.
Sonrió y negué.
Negué y sus ojos me sonrieron.
Sonrió dulce y tomó mi mentón con cariño, con delicadeza.
Asentí algo descolocada y su mano acarició mi brazo.
Vi un adiós entre líneas que quería gritar y yo, asentí.
Después de despedirnos, me marché. Me marché porque sentía que ya había finalizado nuestra visita, aunque sus palabras me habían dejado pensando.
“La primavera se va a adelantar Alma, prepara las alas para las balas”.
Aquel día, regresé a casa con el miedo en mi garganta, con la ansiedad de qué querría, con la incertidumbre zumbando en mi oído.
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Editado: 14.07.2025