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Dumán
Alma pasó por las altas puertas de la biblioteca y me miró con dolor. Con alegría, con pena.
No había dudado en ayudar. No había dudado en hacer que el amor de mi vida pudiese estar en paz. Porque ella merecía estarlo, ella merecía el descanso.
Supe que había fallecido cuando Román llegó a casa días después agradeciéndome por todo lo que había hecho.
Supe que Alma estaba mejor cuando Cintia me paró en su floristería mientras encargaba unas flores para ella. Gardenias. Tan blancas y puras que me recordaban a ella. Sin duda, podía saber que eran sus flores favoritas.
***
La biblioteca estaba finalizando sus reparos y ella la miraba encantada, barriendo su mirada por todo el lugar hasta que llegó a mí. Y tembló, lo vi. Fue a hablar, pero la besé.
La besé con amor, con toda la alegría que tenía, porque ella por fin podía estar en paz.
Sonreí y ella, aguó sus ojos y me abrazó. Yo, inspiré su suave aroma y dejé un beso en el centro de su cabello.
Ella no necesitó hablar, yo tampoco, solo estuvimos abrazados hasta que se le pasó un poco el llanto.
Se quedó quieta y yo desaparecí entre unos estantes y al salir, lo hice con el ramo. Ella, se quedó inmóvil, y dejó sus brazos caer a sus lados y me miró, miró el ramo y negó.
Yo, sonreí y se lo entregué.
Ella, con lágrimas en los ojos me besó y se aferró a mí, yo la imité y los dos nos aferramos al otro. Porque eso éramos, el oxígeno del otro.
Porque Alma parecía querer decir algo, pero sus palabras no salían de sus labios.
Pero sonreí y la ayudé.
Aunque toda la sensación de gritar algo siguió en aquel lugar.
Como una tercera persona, esperando, inerte, invisible. Al acecho de poder salir de la laringe de Alma y gritar.
Pero yo no sabía qué era eso que quería gritar.
Así que no pregunté.
Porque quizá fuese solo de ella. Porque quizá no estaba preparada para contármelo.
Porque no quería presionarla.
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Editado: 14.07.2025