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Dumán
Esperé a que subiese las escaleras, había pasado una semana del cumpleaños de Tadeo y desde entonces, Alma, no paraba de mirarme con un algo, con un algo que cada vez aumentaba y me hacía temblar del miedo.
Pocas veces había sentido miedo.
Pero cuando lo sentía, no podía pegar ojo hasta saber el qué lo desembocaba.
Llevaba tres noches sin dormir intentando buscar la causa, dos de ellas, las había acabado llorando del pánico de que me hubiese remplazado. La otra, la había acabado en la habitación de Bimba contándole qué me preocupaba.
Ella, tembló al ver mi mirada y pasó sin mediar palabra por las puertas de la biblioteca casi terminadas.
Yo, recordé la primera vez que la vi y sonreí. La vez que la vi en la biblioteca y me miró a los ojos. La vez que me sonrió a mí. La vez que compartió secretos conmigo. La vez que me dijo que me amaba.
Pero ella se puso a terminar de darle los últimos retoques y a mirar los libros fijamente.
Y vi como desviaba sutilmente la mirada y la fijaba en mí, también vi sus ojos amenazantes de lagrimear y sus puños cerrarse.
Pero yo, esperé a que me permitiese entrar.
Y temí lo peor, porque no sabía qué podía salir de su boca.
Me acerqué a ella con pasos temblorosos y cuando estuvimos a centímetros, ella me miró fijamente a los ojos.
Sentí el mundo abrirse bajo mis pies y consumirme, trepar por mis piernas hasta llegar a mi corazón y volverse más aniquilador, más destructivo. Engullirme.
No podía respirar, había un algo en mi garganta que se tragaba todas mis palabras, no podía dejarla marchar.
Y me enfurecí, porque ella no sabía lo que era lo mejor o no, no podía decidir por mí. Porque me dolía el corazón solo de pensar en que me tenía que alejar de ella.
Me dolía vivir.
Mi respiración agitada había levantado las alarmas en ambos. Ella, me miraba con los ojos casi cristalizados, yo, tenía el tic en mi ojo derecho, estaba preocupado, aterrado.
Nos quedamos los dos mirándonos, en silencio, con dolor y ella negó. La biblioteca, había perdido toda su alegría, ahora nosotros, nuestros movimientos, nuestras respiraciones eran pesadas por ella, eran lentas y aterradas, como si supiésemos que un monstruo se escondía allí.
La pregunta fue casi un susurro, un susurro doloroso, amargo, tan amargo como la respuesta que esperaba y que dio, tan amargo como dejarla.
Mis oídos se volvieron sordos, no era egoísta amarme, no si la que me amaba era ella, no si Alma me miraba de esa forma que me hacía volar.
Y temí, porque ella estaba dispuesta a no dar marcha atrás cuando yo me estaba casi muriendo frente a sus ojos.
Las lágrimas habían inundado mi rostro y yo no paraba de llorar, ella, me miraba rota, me rompía, me rompía todo.
Miré sus ojos agobiado y no vi esperanzas, vi dolor y tristeza y una masa negra, vi oscuridad. Por primera vez, no veía aquel característico brillo suyo, veía su dolor y era más grande que cualquier gran tamaño que se hubiese conocido en el planeta.
Alma bajó mis brazos, negó y retrocedió un paso.
Sentí mi corazón caer. Caía sin control, sin frenos, y estalló, en el suelo, en miles y miles de trozos. Fue rápido, pero doloroso, porque la velocidad no quitaba el dolor de las secuelas, del impacto. No era suficiente sedante. No para mi corazón.
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Editado: 21.07.2025