La migración de las aves

Alma

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Alma

Vivir lejos de Dumán me era difícil, porque me había acostumbrado a su calor, porque él me mantenía equilibrada. Y no tenerlo a mi lado me pasaba factura, una, que tenía que pagar por mi propia culpa.

Al salir de la escuela, fui derecha a casa, y busqué a mi padre por toda esta.

Él, que estaba sentado en el jardín con Cintia, me miró entre preocupado y confuso.

  • ¿Estás bien? – preguntó antes de que Cintia tomase su misma mirada.
  • Necesito las llaves del piso. – respondí segura a pesar de notar el miedo trepar por mí.

No necesité especificar, todos sabíamos muy bien qué piso decía, todos sabíamos muy bien qué edificio era al que iba a ir.

Vi sus ojos temblar, también vi su cuerpo tensarse y Cintia le abrazó.

Papá, sacó lentamente las llaves de su juego de llaves y me señaló con ellas serio.

  • No irás sola – pidió con un hilo de voz –. Ronan, debe de acompañarte, no quiero que…
  • Vale – sonreí con delicadeza y cogí las llaves de su mano.
  • Cuídate piedrecilla.
  • Lo haré, lo haré.

Y lo dije dos veces, más para mí que para él, porque todavía me costaba pensar que iba a ir a mi cárcel por cuenta propia.

Porque aquel piso escondía algo. Algo que me hacía temblar.

Ronan, me miró preocupado, pero no dijo nada, sabía que estaba pasando por unos días complicados y creí pensar que lo atribuía a eso.

Cuando llegamos, sentí como la misma película se reproducía en mi mente como un mantra, una tras otra, tras otra, tras otra, tras otra, tras otra vez y temblé.

Ronan, no aguantó más y me miró confuso.

  • ¿Por qué has decidido venir aquí?
  • Porque aquí está la herida.

Y no me debatió, solo, me dejó entrar a aquel pequeño piso y se quedó en la puerta, esperándome.

Miré entonces que todo seguía igual. Tal y cómo lo dejamos cuando “huíamos de la policía”.

Entré a lo que fue, mi habitación y vi como todo aquel circo de colores y juguetes bonitos se clavaba en lo más hondo de mí.

Me senté en el suelo y acaricié un peluche antes de ver la maleta debajo de la cama. De aquellos ositos que representaban infinidades de cosas, de miles de colores, de diferentes personalidades, que buscaban enseñar a los niños sobre los principios y buenos valores...

La saqué con todo el dolor de mi corazón y recordé cómo había hecho aquella maleta, cómo había elegido la ropa específicamente.

Y la abrí, la abrí con todo el dolor de mi corazón y saqué aquel vestidito de mangas de farol cortas y de flores, blanco.

Noté las lágrimas resbalarse por mi mejilla y negué.

  • Tú nunca tuviste la culpa, Alma. – oí que decía Ronan entrando con lágrimas en sus ojos también.
  • Este era el vestido que iba a llevar, este era el que mamá me había comprado. – lo sostuve y me imaginé de niña con aquella prenda de ropa. Sonriendo, alegre.

Ronan me miró apenado y yo saqué otra prenda de ropa y otra y otra y vacié la maleta, la vacié porque estaba buscando algo, las fuerzas, las fuerzas que tuve para hacerla, la fuerza de voluntad que tuve de dejarme guiar. Pero no la encontré, porque quizá ella salió de la maleta cuando la abrí en aquella habitación para sacar la ropa.

Y miré aquellas ropas tan pequeñas y cogí una, mientras mis ojos se desbordaban, negué.

  • No fue tu culpa Alma – susurraba sin parar –, no tienes la culpa de venir del interior de un monstruo. No tienes la culpa de ser una niña y ella un monstruo.

Pero Ronan se mantuvo callado, expectante, los dos sentíamos una lacerante presión en el pecho, los dos teníamos ganas de gritar.

  • Nunca tuviste la culpa de tener un monstruo como madre, Alma.
  • Tú tampoco Nano, tú tampoco.

Y eso hizo que ambos nos mirásemos llorando y yo volviese a guardar la ropa, que me levantase y ambos buscásemos los brazos del otro.

Porque quizá estuviésemos rotos, pero ambos, sabíamos llenar el vacío del otro. Porque nuestros corazones se arreglaban cuando estábamos cerca, porque las piezas que a mí me faltaban, él las tenía y las que yo tenía, a él le faltaban.

Entré a uno de los cuartos restantes y pasé los dedos por la suave sábana que descansaba doblada en la cama. Olía a humedad, a cerrado, a dolor y gritos, a pánico, un pánico que emanaba de mí, de mi tiritante corazón.

Mamá había hecho una casa de mantas conmigo días antes de todo. Había utilizado esa misma para hacer el techo.

Miré entonces el armario y abrí sus puertas marrones medio rotas y vi una bolsa.

Confusa, giré la cabeza y miré a Ronan, que con ojos rojos de llorar me miraba como si de dos cabezas estuviese formada.

  • Esta bolsa… esta bolsa nunca la he visto antes…

Me levanté y comencé a registrar todo, Ronan, me miraba extrañado.

Revisé y no había ninguna de sus otras cosas, solo aquella bolsa.

  • Esta bolsa nunca la trajo mamá. Yo sabía lo que entraba y lo que salía, porque mamá nunca se alejaba de mí – miré a mi alrededor y me fijé mejor en cada cosa que formaba parte de aquella habitación y vi las cosas más claras –. De hecho, esta habitación solía estar siempre cerrada.

Miré mejor todo y asentí.

Las paredes, parecían más intactas y más polvorientas, como si esta habitación hubiese sido un secreto, como si nadie más que ella supiese qué entraba o salía de allí.

Abrí la bolsa y vi un fólder, dinero, cartas, miles y miles de jeringas y unas carpetas.

  • ¿Qué es esto? – susurró Ronan a mi lado confundido.

Yo, cogí una de las carpetas al mismo tiempo que él sacaba unas jeringas y se ponía a leer sus envoltorios.

Abrí la carpeta y vi fotos mías, desde el día de mi nacimiento hasta el día del accidente, mis ojos, eran fotografiados sin yo saberlo, durante millones de veces.




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