La migración de las aves

Alma

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Alma

Había preparado con esmero la presentación a los padres. Desde que había sido elegida directora en el centro en el que estudié, quise aprovechar para hacerlo colegio e instituto porque había zonas que se podían aprovechar y era una pena que nadie las viese.

La directora habría estado orgullosa.

La directora me habría dicho que había sido una gilipollas por no oponerme a aquella boda.

Repasé todo lo que tenía que decirles y comprobé que los efectos especiales de la diapositiva iban, por vigésima o trigésima vez y sonreí.

Sonreí antes de ver cómo muchos padres llenos de preguntas y pruebas hacia mí, llegaban y se sentaban.

Me miraban, señalaban, hablaban y con su mirada juzgadora comprobaban antes de volver a hablar.

Estábamos a principios de septiembre, por ende, aun hacía calor, pero no calor del bueno, del malo, ya que habíamos tenido un verano de temperaturas altas y todavía se podía notar un poco de humedad en el ambiente y en la angustiosa forma en la que la ropa se pegaba a la piel.

Estaba algo tensa, nerviosa, porque aquella era mi primera impresión ante los padres. Ante unos pocos de ellos. No había mirado las listas, no conocía a nadie.

Rígida, notaba como mis pulsaciones hacían eco en mis oídos, cómo mi corazón rebotaba incansablemente entre mi caja torácica.

Aquella chaqueta de color gris perla que llevaba, se pegaba a la blanca camiseta ajustada de tirantes, por el sudor, que me indicaba que ya mismo tenía que quitarme la chaqueta. Los pantalones a juego con la chaqueta, anchos unos centímetros, no dejaban pasar el aire frío, puesto que solo pasaba una oleada de calor, que trepaba por mis piernas.

El aire acondicionado estaba a tope, yo seguía teniendo calor.

Nervios.

No podía parar de tener nervios.

Había aprendido a controlar mis impulsos de llevarme las manos a las orejas, ahora los nervios eran miles de plumas llenas de adrenalina que me hacían cosquillas y me hacían tener la sensación de que no caminaba sobre el suelo.

Miré cómo la sala estaba casi llena y cómo cada persona debatía sus primeras impresiones.

Carraspeé para intentar disiparlos y toqué el micrófono con el dedo antes de sonreír.

  • Buenas tardes a todos ustedes – comencé tal y cómo había estudiado en mis apuntes y miré el salón agradecida.

Porque el salón de usos múltiples era demasiado grande como para una clase y demasiado pequeño como un teatro. Así, que lo usé de lugar de presentación. Porque ese lugar, marcó en todos. Ese fue el inicio.

Las palabras salieron solas de mi boca, los padres preguntaron y cuestionaron, hubo un momento en el que me quité la chaqueta y la dejé sobre la silla. Otro, mientras una familia hacía sus preguntas, bebía agua y otro, en el que sonreía ante una idea que podría ayudar al centro.

Estaba abierta a cualquier tipo de consejo o propuesta, ya que eso parecía contentar a las familias, que sonreían embelesadas ante mis divulgaciones, que parecían alegrarles con infinidad.

Cada familia, atendió atentamente al plan escolar que proponía, a todas mis intenciones por ayudar en la educación de los menores, en mis intenciones por hacer más amenas las horas escolares.

Me escucharon y algunos dieron su opinión en contra, otros a favor, pero todos conseguimos llegar a un punto, que era lo que buscaba.

Cuando la charla terminó, me despedí de todos los presentes y sonreí mientras guardaba las cosas en mi bolso.

Sentía alegría, una alegría punzante en mi pecho que me animaba a sonreír. Desde hacía años no sentía la misma alegría.

Desde hacía años no estaba tan bien.

  • ¿Alma? – susurró una ronca voz a mis espaldas.

Me giré y lo vi, por el amor de la vida, no había cambiado.

Su rostro seguía igual y seguía llevando esas gafas gruesas que le hacían ver adorable, su pelo, más corto de lo que recordaba, ya no conservaba el alocado flequillo adolescente. Tampoco seguía en su misma forma, pero sus ojos, sus ojos seguían igual, igual de soñadores, de amables y gentiles, igual de hermosos.

  • ¿Dumán? – pronuncié atropelladamente, mientras me apoyaba en la mesa y dejaba la botella a un lado.

Sentía cómo mi cuerpo se helaba, cómo me impedía moverme, solo podía observarlo y pensar, pensar en lo mucho que lo seguía amando.

Él, con una suave sonrisa, se rascó la nuca sin dejar de mirarme y suspiró algo cansado.

  • Yo… eh… - murmuró antes de mirarme avergonzado.
  • ¿Cómo estás? – inquirí con una suave sonrisa.
  • Nunca he estado mejor– se hinchó de alegría y dejó ir el aire suavemente –. Tengo una moto, me la regalaron en… en mi boda – finalizó con la boca pequeña.

Asentí juntando mis labios en una fina línea.

Sé que te casaste, imbécil.

Tuve la invitación en mis manos, y el vestido también.

  • No fuiste…
  • Iba a hacerlo, pero mi mente… mi mente no podía soportar ver al amor de mi vida en el altar con otra mujer.

No podía soportar el ver que habías rehecho tu vida sin mí. Que mis plumas habían dejado de darte cobijo.

  • Quería que gritases yo me opongo o cualquier gilipollez, Alma.
  • Quise ir.
  • Quería que tú fueses mi mujer.

Negué y él me miró entre dolido y con amor. Su mirada era un eclipse. Del cual no quería salir.

  • ¿Cómo estás, Almi?

Sentí sus palabras como la calidez de ponerse al sol en un día frío, como la calidez de la lluvia sobre las hojas de la naturaleza. Sentí sus palabras como el abrigo que quería protegerme del frío.

  • Ya no hay monstruos, Dumán, ya no hay nada que pueda controlarme. Nada más que yo.

Él, orgulloso, sonrió y vi cómo sus ojos se humedecían, cómo quería acercarse. Cómo quería abrazarme.

  • Estoy muy orgulloso de ti, Almi.
  • Y yo…




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