Siento su mirada sobre mí, pesada como una sombra. No dice nada, solo me observa desde el otro lado de la ventana, su silencio es más inquietante que cualquier palabra. Se mece de un lado al otro con lentitud inquietante, interrumpida solo por su frente chocando suavemente contra el vidrio en un ritmo macabro: tuk-tuk-tuk-tuk.
Los días siguen pasando, y mi hambre crece. Ya no me queda comida y la desesperación es palpable. Otra mañana llega y puedo ver con claridad que ha encontrado la manera de entrar a casa.
Me apresuro hacia él, su mirada fija en mí, no hay palabras, solo el latido de mi corazón acelerado. Se acerca y yo puedo sentir su cercanía. Me siento incómodo, mi instinto me grita que huya, pero en cambio, camino entre sus piernas, queriendo llamar su atención.
Él me toma por el cuello, me alza hacia su boca y devora mi carne con desesperación. Miaué, es lo último que digo, un lamento desgarrador que se pierde en el vacío.