Habían pasado casi cuatro semanas desde la última vez que hablé con Natasha. El tiempo, devorado por la universidad y el trabajo, se me escurría entre los dedos como arena. Apenas podía conversar con Verónica; ella, al igual que yo, vivía atrapada entre exámenes, clases y las responsabilidades en el negocio de sus padres. Por las noches nos refugiábamos en videollamadas que se extendían un par de horas, contándonos los detalles del día y planeando citas que, por alguna extraña conspiración de la vida, siempre terminaban pospuestas.
El fin de semana se evaporó y el lunes llegó como un relámpago. Apenas había podido salir con Verónica al parque de diversiones, y otra vez la rutina me reclamaba.
La mañana era un campo de batalla: decidir entre tomar el metro o un taxi resultaba inútil. En esta ciudad los automóviles se hunden en el tráfico como si cada semáforo fuera una trampa inevitable.
Saqué el celular del bolsillo: faltaban quince minutos para las ocho. Como siempre, llegaría tarde, y el profesor de anatomía no perdería la oportunidad de recordarme, con su sermón sobre la puntualidad, que el tiempo es un recurso sagrado.
Tres horas después, al salir de clases, el cielo me pareció una pintura gris, presagio de un día sin sorpresas. Y sin embargo, allí estaba ella.
Natasha caminaba hacia mí, cada paso tan lento que parecía medir la distancia que nos separaba. Llevaba un abrigo rojo y unos jeans desgastados. Su cabello rizado, indomable, caía en desorden sobre los hombros, dándole un aire de rebeldía. Los lentes, curiosamente bien acomodados, le daban un aspecto diferente. En sus manos sostenía un libro de tapa oscura; desde lejos no pude leer el título, pero desde ese instante lo deseé.
Una sonrisa se me escapó al verla. Cuando sus ojos chocaron con los míos, detuvo el paso. Levantó la mano con un gesto tímido, y casi gritando, dejó escapar un torpe “¡HOLA!”. El rubor se encendió en su rostro y comprendí que no era común para ella saludar así en público. Algunos chicos que pasaban la miraron con sorpresa, como si presenciaran un acto insólito.
Natasha no era popular, pero sí querida. Su timidez y amabilidad eran conocidas en la facultad, y quizá por eso aquel saludo desentonaba con la imagen que muchos tenían de ella.
—¿Me estás espiando? —preguntó con una sonrisa burlona.
—No, en serio… estoy algo perdido. —Le mostré un sobre amarillo con documentos para la facultad de Arte.
—Oh, ya veo. ¿Quieres que te acompañe? Puedo ser tu guía. —Su voz sonaba ligera, casi alegre, algo que rara vez mostraba en los pasillos de la universidad.
—Sería un honor —respondí, y añadí, curioso—: ¿cómo se llama tu libro?
—Ángeles caídos. Lo compré la semana pasada.
—Debe ser interesante… creo que también lo buscaré.
Caminamos juntos, hablando de libros, películas, críticas, tonterías. Desde aquella primera vez que la conocí, Natasha destacaba por su espontaneidad: podía saltar de una reflexión sobre literatura a una pregunta absurda como “¿te gusta el pan?”. Esa mezcla la hacía única.
El reloj rozaba el mediodía. Normalmente habría corrido al trabajo, pero lo había dejado el viernes. El ambiente se volvió insoportable después de que desapareciera dinero en la caja y, por ser el nuevo, las miradas de sospecha cayeron sobre mí. Le conté aquello a Natasha, y en su rostro vi indignación; me dijo que no me desesperara, que las mejores oportunidades siempre llegan en el momento justo.
—Joe… —me interrumpió suavemente.
—Dime.
—¿Quieres que volvamos juntos a casa? Después de todo, vivimos en el mismo edificio.
—Jojojo, por supuesto que sí. —La risa se me escapó torpe, pero genuina.
La amistad con ella crecía de manera natural, como si el tiempo no se interpusiera.
El regreso fue una odisea. Una de las calles principales estaba cerrada por reparaciones y el autobús tomó una ruta alterna, subiendo a la autopista. Desde allí, la ciudad se desplegaba majestuosa: edificios modernos tocaban el cielo, iglesias coloniales resistían como reliquias, y la mezcla de todo formaba una postal indescriptible.
A mi lado, Natasha se había quedado dormida en mi hombro. Su respiración tranquila y su aroma eran como un arrullo que me hipnotizaba. Un recuerdo fugaz me asaltó: aquella noche en que se fue la luz y la vi envuelta apenas en una toalla… recordé la flor grabada en su clavícula. Un tatuaje que desde entonces me obsesionaba.
El autobús frenó de golpe y tuve que sujetarla para evitar que cayera. Se despertó sobresaltada, con el corazón acelerado, y el encanto del momento se deshizo.
Al cabo de una hora, caminábamos las últimas tres cuadras hacia el edificio. Natasha avanzaba con las manos en la espalda, dando saltitos como una niña feliz. Yo quería preguntarle la razón de su alegría, pero ella misma me la entregó antes de que hablara.
—Habrá una obra de teatro en la universidad.
—Lo sé —sonrió—, estabas pensando en por qué estoy tan contenta.
—¿Quieres que participe? —pregunté en broma.
—¡Claro! Es libre, cualquiera puede inscribirse.
—Entonces lo haré. —Le guiñé un ojo con complicidad.
Se sonrojó, y yo no pude evitar sonreír.
El día trancurria con naturalidad, sin embargo, tenía reservado un giro inesperado. Natasha se tensó de pronto, y seguí la dirección de su mirada. Una mujer de cabello rizado, un niño de ojos plateados con un muñeco de Hulk, y un hombre alto, elegante, de barba y brazos tatuados esperaban junto a un auto gris.
—Hija, te hemos llamado desde las diez de la mañana —dijo la mujer.
—Estaba en clases —respondió Natasha, sin girar a verlos.
—Queremos que vuelvas a casa.
—Mamá, ya hablamos de esto. Vete.
—No seas terca, vuelve conmigo y con tu padre.
—¡Él no es mi padre! —gritó, y su voz me heló.
La tensión se cortaba como cuchillo. Natasha, con los ojos húmedos, se refugió en el edificio. Su madre intentó seguirla, pero ella escapó en el elevador. Yo, cauteloso, pasé junto a ellos con un saludo apenas perceptible, y seguí mi camino.