Con el paso de un mes, sin que yo lo buscase, «la chica de la guitarra» y yo nos hicimos buenos amigos.
Saludarla a diario antes de irme al colegio se volvió una rutina que disfrutaba conforme nuestra mutua confianza crecía.
Pero, sin lugar a dudas, los mejores días eran los fines de semana, ya que podía pasar más tiempo con ella, escuchar sus canciones y, de vez en cuando, ayudarla a recolectar dinero de los transeúntes.
Realmente me hizo feliz compartir una amistad con ella, y era una felicidad que ni siquiera mi creciente círculo social en el colegio era capaz de generarme.
Sin embargo, aunque bien crecía nuestra confianza con el paso de los días, y conversábamos a gusto del entorno que nos rodeaba, nunca pudimos darnos detalles de nuestras vidas hasta cierto punto.
«La chica de la guitarra» era bastante reservada, y como casi nunca preguntaba sobre mí, era poco lo que podía decirle sin sentirme un chico intenso que quería darse a conocer.
A pesar de ese detalle, solíamos disfrutar mucho nuestra mutua compañía, por lo que, en mi caso, decidí dejar que el tiempo fluyese y favoreciese o perjudicase la amistad; así comprendí lo incierto que es el futuro.
—Siempre me he preguntado una cosa —comentó «la chica de la guitarra» una mañana de domingo.
—¿Es algo que te inquieta? —inquirí.
—No precisamente, pero sí me impresiona un poco —respondió—. Dime… ¿No sientes vergüenza de mí?
—¿Por qué habría de sentir vergüenza? —repliqué confundido.
—La respuesta es obvia —dijo con un dejo de vergüenza.
—Pues no, no me avergüenzo de ti. De hecho, te considero mi mejor amiga. Si me avergonzase de ti, no viniera a verte ni a pasar tiempo contigo, ¿no crees?
Ella no respondió a mi incógnita, solo se mantuvo en silencio mientras afinaba su guitarra y mantenía la vista en el suelo; la sentí un tanto vulnerable.
—¿Cómo te llamas? —pregunté de repente.
La impresión en su mirada me tomó por sorpresa.
Pensé que no quería hablar de ello, pero a través de sus bellos ojos, noté un dejo de alegría que me tranquilizó; era un brillo particular que embellecía su tierna mirada.
—Eva —musitó, a la vez que esbozó por instantes una sonrisa.
—Es un nombre hermoso —dije.
—¿Y tú, cómo te llamas? —preguntó.
—Paúl. Es un verdadero placer conocer tu nombre, Eva —respondí al tenderle la mano.
Ambos estrechamos nuestras manos y nos dedicamos sonrisas cómplices, lo cual me permitió intuir que Eva empezaba a confiar más en mí.
Además, me dio gusto tener la dicha de dirigirme a ella por su nombre y no por el escueto apodo con el que la llamaba en mis pensamientos.
♦♦♦
Tiempo después, y con una amistad en la que la confianza seguía creciendo, Eva empezó a abrirse un poco respecto a su vida y hablarme de cosas que me hicieron entender mucho de su talento y personalidad.
En primera instancia, supe la razón por la cual era capaz de hablar con una fluidez y dicción envidiable, al igual que de leer mejor que yo e incluso escribir con una caligrafía hermosa.
Resulta que, a pesar de vivir en una condición deplorable, quien vivía con ella se tomó el tiempo de instruirla en los aspectos básicos de la educación, incluyendo matemáticas básicas e historia.
Fue sorprendente y grato conocer ese detalle de su vida, pues sabía que, más allá de poder compartir una amistad, podía sentir la libertad de hablarle de mi colegio y las cosas que estaba aprendiendo.
Además, Eva jamás demostró ser alguien que se molestaba por la felicidad y la prosperidad ajena.
Tampoco demostró envidia ni recelo con aquellos que, a diferencia de mí, la veían con malos ojos o incluso la ignoraban durante sus presentaciones; sus valores hablaban por ella.
Tal vez por eso, atravesé una etapa de mi vida en la que quise ser como ella en muchos aspectos.
Quería hablar correctamente como ella, escribir con una mejor caligrafía, ser amable y servicial e incluso aprender a tocar la guitarra, aunque esto último se me hizo imposible.
Así, el tiempo que compartía con Eva se extendió con el paso de los días y nuestra confianza se afianzaba más; fue una amistad que comparé con la que tenía con Uriel.
Pero, la diferencia entre Uriel y Eva es que ella era la voz de la conciencia cuando la inmadurez me ganaba la partida, e incluso me aconsejaba como si fuese mi hermana mayor.
Mientras que Uriel solo me alentaba a seguir adelante con las locuras que se me ocurrían, y que en más de una ocasión nos metió en problemas a pesar de lo mucho que nos divertíamos.
A todas estas, la imagen de Eva fue opacando de a poco el recuerdo de mi mejor amigo, hasta un punto en el que empecé a olvidarme de él.
La promesa que le había hecho estaba pendiendo de un hilo y, cada vez que intentaba hacerle una llamada telefónica, me avergonzaba por el tiempo que pasé sin contactarlo.
Entonces, una tarde, mientras estudiaba en mi habitación, llegué a la conclusión de que debía superar la etapa que implicaba mantener una amistad con Uriel.