Por situaciones cotidianas de mi vida, en su mayoría relacionadas con mis obligaciones escolares, se me hizo complicado poder dedicarle tiempo a Eva, al menos como yo quería.
Es cierto que la veía a diario cantar, pero solo durante escasos minutos. Apenas los sábados y domingos contaba con más tiempo para verla, conversar un rato y ayudarla a recolectar el dinero que los transeúntes le daban.
Pocas veces, Eva se tomaba el tiempo de enseñarme algunos acordes básicos de guitarra, pero simplemente fui un ser descoordinado y pésimo para ello.
Como tutora, Eva sacaba a relucir su paciencia, aunque eso no era suficiente, pues a fin de cuentas nunca progresé.
En cuanto a lo que ella quería aprender, fue poco lo que podía enseñarle, para mi asombro, pues Eva dominaba temas que todavía no veía en el colegio.
Eso despertó mucho más mi curiosidad, por lo que conocer a esa persona que la instruyó y cuidaba de ella se convirtió en una pequeña obsesión.
Es por ello que le preguntaba con insistencia quién vivía con ella, a lo que siempre respondía que era su abuela.
Desde entonces, la idea de conocer a su abuela pasó a ser un objetivo personal, pero, después de lo que me sucedió el día en que la seguí hasta aquel viejo barrio, Eva se negaba a que fuese a conocerla.
Por ende, no tuve otra alternativa que ser paciente y esperar el momento en que Eva tuviese la iniciativa de llevarme para conocerla.
Por otra parte, algo que me desalentó un día en que me atreví a preguntarle sobre sus sueños, tema que surgió de la nada, fue saber que, debido a su condición social, nunca se había planteado la idea de tener un sueño.
Esa respuesta me generó un inesperado vacío en mi pecho durante varios días, pues, ¿cómo miras los ojos de alguien que dice no tener sueños? Es muy difícil.
Eva solo tenía en mente ganar un poco de dinero, comprar comida y algunos productos de primera necesidad.
Cabe destacar que Eva era una chica madura para su edad. Claro, supuse que tenía entre doce o trece años por su rostro infantil.
Siempre admiré mucho su madurez al descubrir esa virtud en ella, al igual que su punto de vista acerca de la vida. Eva era de esas personas que, aun en la adversidad, se caracterizaba por tener la capacidad de ser optimista.
A pesar de todo, seguía siendo poco lo que sabía de ella, pues la confianza que me dio no era suficiente para descubrir quién era en realidad.
Así que, conforme pasaban los días, me tomaba el atrevimiento de preguntar todo lo que me había planteado, pero se negaba rotundamente a responderme. Esto lo hacía o bien cambiando el tema de conversación, o simplemente frunciendo el ceño y fulminándome con la mirada.
Era evidente que le molestaba hablar de sí misma; se trataba de una chica complicada.
Había días en los que ni me miraba, y otros en los que quería pasar la mañana entera hablando y bromeando conmigo.
Debido a ello, era fácil quererla y odiarla al mismo tiempo.
—Eva, ¿por qué eres tan cerrada? Y no solo conmigo, también he visto que huyes a la caridad del señor de la cafetería —le pregunté una mañana; ella me miró con recelo.
—No soy cerrada con el señor Francisco ni contigo. Solo estoy evitando ser una carga que no están obligados a tener —respondió mientras afinaba su guitarra.
—No serías una carga, al menos no para mí. Tú eres mi mejor amiga —repliqué.
—Lo sé, pero usa el sentido común, Paúl. No tienes ninguna obligación conmigo. Recuerda que, a fin de cuentas, somos personas que viven en mundos diferentes.
—Aun así, que te dejes ayudar por gente que te aprecia, sería una bendición, ¿no crees?
—¿Por qué quieres ayudarme tanto? ¿Acaso sientes lástima por mí? —replicó.
—¡No! No siento lástima por ti, pero eres mi amiga.
—Cómo se nota tu falta de madurez…
Eva se interrumpió a sí misma y rascó su entrecejo.
—Paúl, es noble lo que dices, y de verdad lo aprecio mucho, pero entiende que no todo en este mundo es color de rosas. La vida es miserable y en ocasiones una desgracia. Así que, por favor, no te obligues a querer ayudarme o sacarme de la situación en la que me encuentro. No tienes por qué.
Cuando Eva dijo esas palabras, por primera vez me enojé con ella.
Me frustró que alguien a quien tanto apreciaba le restase valor a mis nobles intenciones.
Tan solo quería que tuviese la oportunidad de salir de las calles, aunque fuese un proceso que tardase años.
—Bien —dije con fingida tranquilidad al levantarme—, pero de verdad no esperé que mis buenas intenciones fuesen rechazadas de tal manera.
—¿A dónde vas? —preguntó extrañada.
—A casa —respondí.
De verdad me enojó que Eva rechazase mis intenciones de ayudarla, de ser un benefactor que la ayudase progresivamente a salir de la indigencia, pues ese era mi principal objetivo.
Sin embargo, con el paso de los días, en medio de mi arrepentimiento, comprendí que mi molestia no se debía al rechazo, sino a mi carácter caprichoso; el de un niño mimado que no se salió con la suya.