La montaña secreta en la que descubrimos nuestros sueños

Capítulo 5

El período escolar había finalizado y las vacaciones trajeron consigo la oportunidad de pasar más tiempo con Eva.

Ese primer día de vacaciones, desperté entusiasmado y emocionado gracias a la idea que se me ocurrió; quería invitar a Eva a mi casa.

No solo quería invitarla a mi casa, sino que también conociese a mis padres, pues intuí que, al igual que yo, harían todo lo posible por ayudarla a ella y a su abuela.

Así que, después de ducharme y vestir con ropa cómoda, ya que el verano trajo consigo una pequeña ola de calor, bajé hasta el comedor y me encontré con papá, que leía el periódico y disfrutaba de una taza de café.

—Buenos días, papá —dije al saludarlo.

—Hola, hijo, buenos días —respondió con alegría.

Papá dejó de leer el periódico y lo dobló para colocarlo en la mesa, al igual que la taza de café. Luego, como acostumbraba en cada mañana al verme, me dio un cálido abrazo y un beso en la frente.

—¿Cómo amaneciste? —preguntó con amabilidad.

—Muy bien, gracias —respondí, alegre por su muestra de afecto.

Papá usualmente se caracterizaba por ser serio y poco conversador, pero a la hora de demostrar afecto a sus seres queridos, era alguien que no se contenía, sobre todo conmigo y mamá.

—Paúl, buenos días, hijo —dijo mamá de repente, que cargaba unos recipientes cuyo aroma impregnó el comedor.

Tan pronto mamá colocó los recipientes en la mesa, mismos que contenían un delicioso guiso de pollo desmenuzado y panes redondos recién horneados, me le acerqué para darle un cálido abrazo, al cual correspondió con alegría.

—¿Te puedo ayudar en algo? —pregunté.

—Seguro. Ve por el jugo en el refrigerador —respondió, a la vez que acariciaba mi cabello.

Tal como ordenó, fui hasta la cocina y abrí el refrigerador para sacar el jugo, el cual llevé a la mesa con entusiasmo.

En fin, tal como acostumbrábamos, desayunamos en familia mientras papá nos hablaba de su trabajo y posibilidades de ascenso, a la vez que mamá lo miraba con un encanto que la hacía parecer más joven de lo que aparentaba.

Minutos después de terminar nuestro desayuno y ayudar a mamá a limpiar, nos despedimos de papá, que asistiría a una reunión de trabajo.

Mamá y yo estábamos acostumbrados a quedarnos a solas, aunque esto a ella no le molestaba, pues pasaba parte de sus mañanas realizando las labores hogareñas, y de vez en cuando salía a pasear con las amigas que hizo en el vecindario; ese día no fue la excepción.

—¡Mamá, ya me voy! —exclamé desde la sala de estar, donde solía encontrarla antes de irme.

—¡Ve con cuidado, hijo! ¡Recuerda volver temprano! —respondió ella desde el piso superior; supuse que limpiaba las habitaciones.

Entonces, salí con la misma energía de siempre y con el entusiasmo que me generó la idea de invitar a Eva a mi casa.

Durante el trayecto, me topé con algunos vecinos que me saludaban a diario, en su mayoría gente mayor que paseaba a sus perros.

Algo a destacar del vecindario era la paz que se disfrutaba por la ausencia de gente joven. De hecho, en todo el tiempo que llevaba viviendo ahí, no había conocido a alguien de mi edad.

Esto me resultó contraproducente hasta que conocí a Eva y sentí que no necesitaba más amigos.

Entonces, cuando llegué al cafetín, confundido por la ausencia de Eva en el lugar de siempre, entré al establecimiento para pedir una ración de galletas de canela y esperarla.

Después de realizar mi compra, salí del cafetín y me senté en aquella banca que gozaba de una agradable sombra.

El calor ya empezaba a molestar a los transeúntes, quienes con sus pañuelos secaban el sudor de su frente y se quejaban.

«Me pregunto a dónde iremos este año», pensé, ya que teníamos la tradición de vacacionar en familia; me ilusionó la idea de ver a mis hermanos nuevamente.

—Muchacho, será mejor que vayas a casa —dijo de repente una voz familiar; era el señor Francisco.

El señor Francisco, que ya empezaba a tratarme mejor, aunque persistía su recelo, me sugirió que no esperase a Eva, lo cual me confundió un poco.

—Hay veces en que simplemente no viene, muchacho. Recuerda que Eva es una señorita. Tal vez se le presentó su problema mensual —comentó el señor Francisco.

—Bueno, sí, es posible que sea eso.

«O tal vez no», pensé al mismo tiempo.

Comprendía que Eva era una señorita y podía estar en su período, pero durante el tiempo que llevaba conociéndola, jamás se había ausentado, por eso creí que enfrentaba otro tipo de problema.

Debido a ello, me despedí del señor Francisco y me dirigí a una zona de la avenida en la que se reunían algunos taxistas a la espera de pasajeros. Ahí, le pedí a uno de los señores que me llevase hasta el Puente del Valle.

Ellos se mostraron confundidos e intercambiaron miradas; supuse que por lo peligroso que era el barrio bajo el puente.

Minutos después, tan pronto le pagué al taxista y bajé de su auto, me dirigí al otro lado del puente y seguí ese sendero que me llevó hasta la escueta entrada de aquel barrio; me asusté por el recuerdo de mi mala experiencia con los rateros, pero continué de igual manera.




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