La montaña secreta en la que descubrimos nuestros sueños

Capítulo 7

Ese domingo inolvidable en muchos sentidos comenzó cuando, al despertar, escuché algunas voces infantiles a lo lejos.

Fue un poco confuso escuchar eso al considerar el lugar en el que vivíamos, aunque rápido recordé que era el día de la parrillada familiar, por lo que intuí que esos niños eran mis sobrinos.

Tan pronto me levanté, lo primero que hice fue asomarme por la ventana y echar un vistazo hacia el garaje; ahí estaba el carro de mi hermano mayor. La mañana anunciaba que sería un hermoso y soleado día, perfecto para compartir en familia.

Luego, fui al baño para ducharme y cepillarme los dientes, mientras pensaba en qué tipo de ropa iba a usar. Decidí que iría por un conjunto cómodo, ya que tomando en cuenta el calor que haría y que además debía buscar a Eva, a quien nunca pude mencionarle lo de la parrillada.

Al cabo de media hora, después de seguir mi rutina mañanera al despertar y vestirme, bajé hasta la sala de estar y me encontré con mis sobrinos, Saúl y Valentina, quienes se me acercaron para saludarme e invitarme a jugar. Yo correspondí a sus saludos, pero como no tenía tiempo para juegos, me negué con sutileza a acompañarlos y me dirigí a la cocina, donde estaba mi hermano, mi cuñada y mamá.

Mi hermano mayor, Raúl, al verme entrar a la cocina, se me acercó y me dio un cálido abrazo, acto que replicó también mi cuñada, Ana Paulina, que desde que era un niño me tuvo mucho cariño; tal vez me consideraba su hermanito.

—Buenos días, hijo, ¿cómo amaneces? —preguntó mamá con amabilidad mientras preparaba el desayuno.

—Buen día, mamá, amanecí muy bien, gracias —respondí.

—Hermanito, ¿estás adelgazando? —me preguntó mi hermano.

—¿Eh? No, creo que no —respondí confundido, mientras veía parte de mi cuerpo.

—Yo también creo que está adelgazando —alegó Ana Paulina—. Supongo que se acerca el estirón.

—Paúl, es temprano todavía. Si quieres, ve a jugar con Saúl y Valentina —sugirió mamá.

—No, lo siento mucho, pero tengo que ir a buscar a mi amiga —respondí.

Raúl y Ana Paulina se mostraron confundidos al principio, aunque luego esbozaron una sonrisa cómplice que no me agradó. De hecho, mi hermano se ofreció a llevarme para buscar a Eva, pero a modo de excusa, le dije que no iría muy lejos, mientras que a mamá le comenté que comería el desayuno al volver.

Entonces, a las siete con quince de la mañana, salí de casa con mis objetivos en mente.

Lo primero, era comprar suficiente comida para la señora Cecilia en el cafetín del señor Francisco y evitar que Eva se preocupe por mendigar con sus presentaciones.

Segundo, buscar a Eva y llevarla a una piscina donde pudiese usar las duchas.

Tercero, llevarla a una tienda de ropa para que escogiese el conjunto de su preferencia.

Cuarto y último, llevarla a un salón de belleza para que resaltasen lo linda que era.

Tales consideraciones no las tuve por vergüenza a su situación social, sino por temor a que mi familia la rechazase y me obligase a pasar tiempo con ella. Eso, evidentemente, me hizo sentir egoísta, pero era eso o correr el riesgo de perder mi amistad con Eva.

Minutos después, tan pronto salí del cafetín del señor Francisco, tomé un taxi que me dejó en la entrada del puente del Valle.

Ya para entonces, el temor que me generó mi mala experiencia con los rateros lo superé, por lo que iba tranquilo de camino a la barraca de Eva; la verdad es que no tenía razones para apresurarme ni mucho menos desesperarla, pues había una gran posibilidad de que me rechazase.

Cuando llegué a la barraca, me tomé el atrevimiento de entrar como si fuese parte de la familia, considerando que en días anteriores, la señora Cecilia me lo había pedido. Adentro, pensé que me encontraría con Eva, a quien quise sorprender con el desayuno, pero solo me encontré con su abuela, que yacía sentada en su silla de mimbre.

—Buenos días, señora Cecilia. ¿Cómo amaneció? —pregunté al saludarla—. Disculpe, pero, ¿dónde está Eva?

—Buenos días, mijo —respondió, haciendo luego una pausa para respirar profundo; se le notaba bastante cansada—. Eva fue a darse un baño. Te dejó dicho que la esperases.

—Bueno, la esperaré entonces —dije—. Por cierto, tenga, le he traído algo de comer… Espere, ¿dijo que Eva fue a darse un baño?

Enterarme de eso, alteró mis planes.

—Sí, es algo que hacemos todos los días en el río… Eva suele llevarme temprano por las mañanas. También compra jabón y champú cada cierto tiempo con el dinero que hace con su trabajo.

—¡Vaya! No tenía idea de ello, aunque eso explica algunas cosas —comenté con un dejo de vergüenza, al considerar que, en ocasiones, Eva olía a champú—. Por cierto, dígame algo, y perdóneme el abuso de confianza, pero, ¿qué sucedió con los padres de Eva?

La pregunta surgió de la nada, como única manera de saber algo más sobre Eva y desde un punto de vista que no fuese el de ella.

—No sé quiénes son sus padres —respondió.

—¿Eh? ¿Qué quiere decir? ¿Acaso no es su abuela? —pregunté intrigado.

La señora Cecilia hizo un gesto de negación.




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