La señora Cecilia parecía estar sumida en un profundo y reparador sueño, tan tranquila e inmóvil como si estuviese tomando el descanso que, desde mi perspectiva, merecía.
Incluso esbozaba una media sonrisa que, por instantes, me permitió tranquilizarme al imaginar que en sus últimos segundos de vida, estuvo feliz por el hecho de saber que Eva estaba en buenas manos, aunque eso nunca pudimos saberlo.
—Eva… perdóname —musité, experimentando un gran sentimiento de culpa.
Era evidente que el dolor que mi mejor amiga estaba soportando fue a causa de un capricho mío.
Ella no respondió al instante, ni siquiera me miró, solo se quedó llorando sobre el cuerpo de su abuela, lamentando no haber estado ahí durante sus últimos minutos de vida.
Algunos minutos pasaron y el llanto de Eva se convirtió en silencio; ya para entonces, solo éramos ella y yo dentro de la barraca.
—No puedo culparte, esto estaba fuera de nuestra imaginación —dijo Eva al levantarse—. Ya no hay nada que podamos hacer.
Una vez más, al comprender esa dolorosa realidad, Eva rompió a llorar, aunque en esa ocasión, se me acercó para abrazarme y seguir llorando sobre mi pecho.
Yo, por mi parte, a pesar de no saber cómo consolarla o a qué palabras recurrir para intentar hacerla sentir mejor, me quedé a su lado acompañándola en su duelo y demostrando mi apoyo con el abrazo al que correspondí.
—¿Qué se supone que haga ahora? —preguntó de repente.
—No sé cómo responderte. Perdóname —respondí con persistente arrepentimiento.
En ese punto, mientras seguía repitiéndome en mis pensamientos que todo era mi culpa, no pude evitar llorar.
—¿Por qué estás llorando? —inquirió con repentina confusión.
—Todo esto es mi culpa —respondí con voz temblorosa.
—No digas eso, Paúl. Pasó lo que tenía que pasar —hizo una pausa—. Lo único que lamento es no haber estado con ella en sus últimos minutos de vida. Así que solo me queda cumplir su última voluntad.
Gracias a esas palabras, me encontré con la calma, aunque no pude persuadir el vacío en mi pecho y el nudo en mi garganta.
Entonces, mientras trataba de persuadir mi sentimiento de culpa y la tristeza que me generó ver llorar a Eva, ella se dedicó a revisar algunos rincones de la barraca como si estuviese buscando cosas que consideraba de valor; recolectó algunas viejas libretas, dos libros y un oso de peluche desgastado al que le faltaba una oreja.
Tales cosas, me pidió que las sostuviese mientras buscaba algo más, por lo que al cabo de unos minutos, encontró con una vieja mochila rosada con un personaje de juguete para niñas; ahí metimos lo que me entregó.
—No sé qué pretendes hacer, pero puedes contar conmigo —dije con voz titubeante.
Eva esbozó una sonrisa y dio unas caricias en mi cabello, como si me considerase un niño pequeño.
—Pero dime una cosa, Eva. Claro, si puedes… ¿Cuál era la última voluntad de la señora Cecilia? —pregunté con un dejo de nerviosismo, pues no quería sonar como un entrometido.
Eva dejó escapar un largo suspiro, como si le incomodase revelar eso que su abuela le pidió. De hecho, se mostró pensativa por unos segundos, pero después de reflexionar brevemente, me miró fijamente y asintió con seriedad.
—Mi abuela quería que, al morir, dondequiera que estuviésemos, quemase nuestro hogar con su cuerpo dentro.
A causa del asombro que me generó su respuesta, no pude decir nada al instante.
—Eso me parece cruel —musité al cabo de unos segundos—, pero si es la voluntad de la señora Cecilia, habrá que cumplirla.
—Sí, por eso tomé las cosas que considero de valor —alegó.
Entonces, Eva me miró a los ojos.
Su mirada penetrante y llena de tristeza me transmitió que sus palabras las expresó con seriedad.
—Bueno, tienes todo mi apoyo, pero, ¿cómo lo haremos? —pregunté.
—Estamos a tiempo de ir a una tienda y comprar un encendedor. Por aquí cerca hay bastante maleza, al igual que papeles y plástico.
—¿Habrá alguna estación de servicio cerca? —pregunté.
—Sí, saliendo hacia la autopista nacional —respondió.
—Perfecto, en ese caso vayamos allá y compremos un poco de combustible. Así será más rápido incendiar todo —sugerí.
—Gracias, de verdad agradezco que me sigas apoyando, pero vayamos rápido antes de que se haga más tarde. No quiero que tus padres se preocupen por mi culpa —dijo.
No quise objetar para no llevarle la contraria.
Así que salimos de su casa y nos dirigimos a esa estación de servicio, ubicada a poco menos de un kilómetro, cerca de la salida hacia la autopista nacional.
—¿Cuánto combustible crees que sea suficiente? —pregunté.
—No tengo idea, y tampoco tenemos dónde echarla —respondió—. Además, ¿no es muy costoso el combustible? De ser así, no quiero que gastes dinero en esto.
—Podemos comprar un contenedor de cinco litros. No sería mucho dinero —sugerí.