Al día siguiente, desperté con el cuerpo adolorido.
También me confundí cuando sentí la intensa luz del sol en mi rostro.
Por eso me costó asimilar al principio que no estaba en casa. Incluso me asusté y entré en pánico, pero afortunadamente, recordé todo lo que había sucedido horas antes.
Una hermosa melodía sonaba a lo lejos y, tras frotar mis ojos para que mi vista se adaptase a la claridad de la mañana, noté que Eva tocaba su guitarra de pie y al borde del risco, como si fuese un escenario.
A unos metros, a mi derecha y al lado de un viejo tronco de un árbol caído, había una roca grande y el rastro de que fue arrastrada hasta ahí. Junto al mismo, algunas flores pequeñas lo rodeaban y hacían una especie de lápida; comprendí rápido el significado de ello.
Así que, a pesar de la flojera que sentí, me levanté y caminé hacia donde Eva para saludarla.
Su guitarra seguía emitiendo un bello sonido, pero no estaba cantando como creí que lo haría.
—Buenos días, Eva —musité después de bostezar.
Ella volteó y esbozó una bella sonrisa.
Por unos segundos asintió al ritmo de su música hasta que se detuvo.
Eva no me saludó con palabras, pero sí lo hizo con un cálido abrazo y un beso en mi mejilla; eso me tomó desprevenido.
—Aprecio que me hayas acompañado en un momento tan difícil, pero es hora de que vayas a casa —dijo—. Te acompañaré porque no me gustaría que enfrentes solo a tus padres, aunque también quiero ser yo quien les diga la razón por la cual te quedaste conmigo.
—De igual manera te iba a pedir que vinieses a casa. No tienes que preocuparte por un lugar para pasar tus noches —respondí con intención de animarla.
Eva, quien parecía un poco relajada en comparación con la noche anterior, frunció el ceño y rascó su entrecejo.
—Sabía que dirías algo así —musitó con un dejo de preocupación.
Yo que esperaba otra reacción, me preocupé, aunque de igual manera dejé que continuase hablando.
—Paúl, de una vez te digo que no quiero que te preocupes por mí. Detesto la idea de ser una carga y tampoco hagas locuras con tal de ayudarme —dijo con repentina seriedad.
—¿Carga? ¿Quién dijo que eres una carga? —pregunté indignado—. Desde que nos conocimos, a propósito y con capricho me metí en tu vida para convertirme en tu mejor amigo. Así que no digas que eres una carga ni me impidas ayudarte, por favor.
—Lo que quiero decir es...
—Eva, voy a ser sincero de una vez —dije al interrumpirla—. La verdad es que no tengo idea de cómo serán las cosas a partir de ahora, pero haré todo lo posible para que tengas un hogar.
Eva se asombró con mis palabras, no por lo que revelé, que ya lo había intuido, sino por la determinación con la que me expresé.
Sus ojos se humedecieron y apenas pudo contener su sollozo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con voz entrecortada.
—Les diré a mis padres que te dejen vivir con nosotros —respondí con persistente determinación.
Eva se dio la vuelta y se centró en el lejano horizonte mientras hacía sonar una vez más su guitarra; tal vez no quiso que la viese llorar otra vez.
Minutos después, cuando se reencontró con la serenidad y me pidió que fuésemos a casa, iniciamos nuestro retorno y no se habló más del tema que nos hizo discutir brevemente.
Descendimos con pasos lentos a través del bosque y hablamos de lo buena que fue la señora Cecilia con ella. Eva tenía muchos recuerdos gratos junto a su abuela, y creo que le resultó reconfortante recordarla de esa manera; me alivió un poco que su proceso de duelo lo enfrentase de esa forma.
Al pasar por las ruinas quemadas de madera de lo que alguna vez fue su hogar, Eva ignoró mirar los escombros quemados y yo apenas los miré de reojo.
La sensación de culpa emergió de nuevo, aunque hice un esfuerzo para no demostrarle a Eva que me seguía sintiendo culpable.
No quería darle más razones para preocuparla, por eso hice todo lo posible para mantener un buen humor y tratar de animarla.
Al salir del barrio, cruzar el puente y caminar unos cuantos metros hasta llegar a una avenida bastante transitada, detuvimos un taxi que nos llevó a casa con un costo que me resultó económico; no tenía mucho dinero en mi billetera.
El taxista, que se pasó el trayecto hablando más que un radio encendido y, para colmo, tenía un apestoso aliento que impregnó todo el carro, hizo de nuestro viaje una tortura, por lo que le pedimos que apagase el aire acondicionado y nos dejase bajar las ventanillas con la excusa de que queríamos disfrutar de la brisa mañanera.
Nos sentimos aliviados cuando llegamos a casa, pues no esperábamos que tan temprano por la mañana tendríamos que enfrentar a una persona con aliento de dragón; me pregunté si ese señor no se había cepillado los dientes o si tenía algún severo problema estomacal.
Sin embargo, el alivio duró poco tiempo, pues una vez que entramos a casa y notamos la presencia de toda mi familia en la sala de estar, nos invadió el miedo a ambos; Eva palideció y yo sentí que se me iba a salir el corazón.