La montaña secreta en la que descubrimos nuestros sueños

Capítulo 13

Los golpes de la pubertad me tomaron desprevenido a pocos meses de cumplir los catorce años de edad, época en la que algunos cambios físicos se empezaban a notar en mi cuerpo.

Era evidente que mi físico mostró una forma que hasta a mí me impresionó, aun cuando no hacía ejercicio.

Al principio creí que era cuestión de genética, pero la verdad es que, además de eso, también se debía a las visitas a la montaña que Eva y yo acordamos realizar; estas pasaron de ser solo los domingos a tres veces por semana.

Eva y yo creímos oportuno visitar nuestro lugar secreto tres veces por semana como forma de liberarnos de nuestras presiones diarias, pues había ocasiones en las que era imposible no tener discusiones con papá y mamá.

Por su parte, Eva casi nunca estaba molesta. Su caso era más bien la melancolía y su problema para superar la pérdida de la señora Cecilia.

Entonces, como las visitas a la montaña las pude considerar una excelente actividad física, mi cuerpo empezó a gozar de un aspecto atlético, más que todo en mis piernas y espalda, supongo que por la corta escalada que debíamos llevar a cabo para llegar a nuestro lugar secreto.

Sin embargo, no todo era bueno, pues también se produjeron cambios en mi voz que me resultaron estresantes. Dicho cambio trajo consigo un horrendo sonido agudo cada vez que intentaba alzar la voz.

Al mismo tiempo, comprendí que descubrir un lado atractivo en lo que concierne al físico no me iba a garantizar el mantenimiento de la popularidad que disfruté en el colegio.

Llegué a esta conclusión cuando, de un momento a otro, dejé de ser popular debido a las tendencias que emergieron junto con las redes sociales, modas que me parecieron ridículas y tontas, al igual que una pérdida de tiempo e identidad.

Por ende, más rápido de lo que imaginaba, cada vez fueron menos las amistades que me rodeaban, hasta un punto en el que, de pronto, me convertí en una especie de nómada escolar.

Al principio me sentí triste por la forma en que todos a los que consideré mis amigos dejaron de hablarme y empezaron a tener comportamientos pedantes, jactándose de una inexistente madurez que los hacía creer que eran adultos por el simple hecho de estar a la moda.

Fue la vergüenza ajena lo que me permitió persuadir la tristeza, aunque me costó afrontar la soledad durante las primeras semanas de esa época.

Por otra parte, de no haber contado con la presencia de Eva en casa, es posible que me hubiese deprimido.

Eva, que siempre me esperaba en la sala de estar, a veces recibiéndome con un canto improvisado mientras tocaba su guitarra, me animaba y me ayudaba a entender que quienes estaban equivocados eran aquellos a los que consideré mis amigos.

Mamá y papá también me ayudaron a aceptar la soledad cuando les dije que ya no tenía amigos, por lo que esa calidez familiar y el que siempre estuviesen pendientes de mí, me permitió afrontar de mejor manera mi situación social en el colegio.

Sin amigos, la vida se torna un poco complicada, pero cuando aprendes a codearte con la soledad, todo transcurre de un modo diferente y hasta puede que tengas la oportunidad de reflexionar sobre muchos aspectos de tu entorno sin ser interrumpido.

Yo tuve la suerte de pasar mucho tiempo a solas en el colegio y apreciar detalles en los que en meses anteriores no me había fijado.

Pude conocer ciertas áreas en las que podía descansar y comer tranquilo, salones en los que disfruté de los talentos de algunos compañeros, como aquellos que destacaban en artes plásticas y música. Incluso me solicité unirme al club de fotografía del colegio, aunque no había vacantes.

Así, desde que empecé a caminar por las instalaciones del colegio, que era incluso más grande que los mejores campus universitarios de la ciudad, comencé a disfrutar de cortas aventuras que me permitieron descubrir maravillas ocultas que muchos ignoraron por el simple hecho de sumirse en la nueva moda de las redes sociales o simplemente permanecer en los mismos lugares con sus grupos de amigos.

A pesar de la emoción que me generaban esas pequeñas exploraciones diarias, en menos de un mes, ya conocía cada rincón del colegio, por lo que recorrerlo dejó de darle sentido a mis recesos.

«Bueno, nada dura para siempre», pensé una mañana, antes de dar un último recorrido y establecer una rutina diaria para seguir durante el receso.

Estaba considerando el anfiteatro para pasar mis recesos, pues, más allá de ser un lugar solitario y silencioso, podía mirar a los miembros del club de teatro o de música ensayar, así que me dirigí hasta ahí para buscar un sitio en el que nadie me molestase sin que me viesen.

Sin embargo, tal consideración no se concretó, pues de camino al anfiteatro, cerca de la zona de entrenamiento de algunos clubes deportivos, por poco fui golpeado por un balón de voleibol.

El sonido del balón al impactar con la pared me asustó, razón por la cual un grupo de estudiantes que miraban los entrenamientos de los distintos clubes se burló de mí.

Unas chicas del equipo femenino de voleibol rieron con crueldad al verme; parecía que lo habían hecho a propósito, pero entre ellas, solo una se mostró preocupada, tanto que incluso se me acercó para preguntarme si estaba bien.




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