La montaña secreta en la que descubrimos nuestros sueños

Capítulo 36

Algunas semanas pasaron y, con la llegada de una buena noticia, mis preocupaciones pasaron a segundo plano.

Mis esfuerzos académicos habían dado frutos para entonces, pues, gracias a mi excelente rendimiento y el mantenimiento de un buen promedio, se me otorgó una beca para asistir a la Escuela Nacional de Economía, que no solo era un instituto universitario dedicado a las especializaciones en corrientes económicas, sino que era un puente a mi éxito personal como economista en el futuro.

Mamá y Eva habían preparado una cena especial en mi honor al enterarse de mi logro, mientras que papá, orgulloso, llamó a todos mis hermanos para compartir la buena noticia, e incluso comentó que había presumido de mí en su trabajo.

—Bueno, hijo… Espero que sigas por este camino hasta graduarte. Ansío el día en que podamos compartir como compañeros de trabajo, aunque es posible que termine siendo tu jefe —comentó papá, conforme se preparaba un whisky en un vaso de cristal.

Mamá y Eva estaban en la cocina sirviendo la cena, y aunque quise ayudarlas, insistieron en que no me molestase, pues la celebración era en mi honor.

—Sería genial tener la dicha de trabajar contigo, papá —respondí.

—Por cierto, Paúl —intervino Eva de repente, que cargaba una bandeja con seis muslos de pollo horneado—, ¿qué sucedió con esa chica de la que todos especulan en los comentarios de tus videos?

—Bueno, he compartido tiempo con ella y nos estamos llevando bien, aunque me preocupa lo vulnerable que se ha mostrado a nivel emocional últimamente —respondí.

—¿Vulnerable? —inquirió mamá, que colocó en la mesa un recipiente con ensalada rusa.

—Sí, es como si estuviese siempre triste, como si algo la preocupase —respondí.

—Debe tener problemas que no quiere revelar —comentó papá.

—En efecto, papá, aunque no sé qué tan graves sean sus problemas —alegué.

—¿La quieres ayudar? —preguntó Eva.

—Supongo que solo se puede ayudar a quien quiere ser ayudado —respondí.

—Eso es cierto —continuó papá—, aunque sería bueno que le hagas saber, solo si quieres, que estás dispuesto a apoyarla cuando te necesite.

—Sí, ya se lo hice saber, pero es demasiado terca —dije con voz socarrona.

Papá y mamá dejaron escapar una risa sutil, pero Eva se me quedó mirando con recelo, como si notase algo extraño en mi rostro.

Al principio le quería preguntar la razón por la cual me miraba así, pero de repente, sentí un dolor punzante en la cabeza que me hizo gruñir.

—¡Hijo! ¿Estás bien? —preguntó mamá alarmada.

—¿Qué te sucede? —preguntó papá, igual de alarmado.

—Nada, solo es un dolor de cabeza —respondí con fingida calma, pues no estaba consciente de lo grave que era la situación.

—¡Oh, por Dios! ¡Estás sangrando demasiado por la nariz! —exclamó Eva, aterrada.

—¡Hijo, no te muevas! —ordenó papá.

Iba a decirles que no se preocupasen, que solo era un simple dolor de cabeza y un sangrado nasal, pero en lo profundo de mis pensamientos, sabía que era una situación inusual, sobre todo considerando que era la segunda vez que sufría una hemorragia.

Entonces, cuando intenté levantarme para evitar ensuciar la mesa, me atacó un fuerte mareo que me hizo caer al suelo. Mi cuerpo se debilitó de repente y, de un momento a otro, mi vista se nubló hasta el punto de perder la conciencia.

♦♦♦

—Su hijo no presenta síntomas graves. Tal vez todo se deba a un gran esfuerzo de su parte con sus estudios, además del trasnocho y no alimentarse bien —alegó una voz distante.

—Bueno, es posible que influya la alimentación. Mi hijo viene de romper con una rutina nutricional exigente. Supongo que cambiar su ingesta después de cuatro años puede influir en ello —comentó una voz conocida; era papá.

—Es posible, ya que, a pesar de todo, se nota que es un muchacho fuerte y sano. Está en buena forma física y, como le dije, no presenta síntomas graves. Lo mejor será que descanse y consulte información con un nutriólogo —recomendó aquella voz desconocida.

—Gracias, doctor —respondió papá.

Cuando abrí los ojos, me di cuenta de que mis manos estaban sostenidas por Eva y mamá, quienes se mostraron emocionadas al verme despertar.

No tenía idea de cuánto tiempo había pasado, pero deduje que no era mucho, pues vestían con la misma ropa que llevaban durante la cena.

—Qué bueno, no es nada grave —musitó mamá, que no dudó en besar mi rostro y abrazarme; me afligió verla tan preocupada.

Eva no dijo nada ni se mostró afectuosa como mamá, pero su apretón de manos me permitió saber que estaba bastante preocupada.

—Nos descuidamos con ese cambio drástico en tu alimentación, hijo —dijo papá al acercarse a mí.

—No cargues con esa responsabilidad, papá. Fui yo quien no tomó precauciones —musité.

Ojalá mi condición fuese producto del cambio brusco en mi alimentación, pero la verdad es que mi situación era mucho más grave de lo que creímos. De hecho, tanto como para poner en riesgo mi estabilidad emocional y mi vida misma.

Desde entonces, como seguía desconociendo el trasfondo de mi situación, traté de cuidarme en la medida de mis posibilidades y asistí con frecuencia al hospital para que estudiasen mi estado de salud; nunca se encontraron anormalidades.

Admito que eso me tranquilizó con el paso de unas semanas, por lo que continué con mi rutina diaria; cuidé mi alimentación y reduje la intensidad de mis ejercicios. Sin embargo, en vez de mejorar, aun cuando no experimenté más dolores de cabeza ni sangrados nasales, lo que hice fue caer en el abismo de una incomprensible ansiedad.

No entendí el motivo por el cual mi cuerpo empezó a sufrir de tembladeras involuntarias y una incapacidad de concentración que perjudicó mi rendimiento académico.

Entré en pánico cuando reprobé por primera vez un examen y, sobre todo, reduje el promedio académico que me mantenía entre los tres mejores estudiantes de la universidad.




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