La muerte de sophia

Capitulo 5

(Raúl Medina)

Raúl Medina llenaba el marco de la puerta cuando entró al despacho.
Era un hombre robusto, con el cuello grueso y el rostro curtido por el sol y la ira. Llevaba todavía el chándal del equipo, aunque con la chaqueta colgando flojamente sobre los hombros. Su mandíbula seguía apretada y sus manos, enormes, parecían incapaces de relajarse.

El inspector León lo recibió con una mirada neutra y un gesto hacia la silla frente al escritorio.

—Entrenador Medina —saludó, en voz baja.

—Inspector —respondió Raúl, con un gruñido.

Se sentó pesadamente, cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó mirando un punto indefinido en la pared. León lo observó con cuidado: la tensión en sus hombros, la rigidez de su postura, el brillo de rabia —o quizá de miedo— en los ojos.

—Usted fue el primero en encontrar a la señorita Montes —dijo León, hojeando su carpeta.

—Así es. —Su voz era grave, seca.

—¿A qué hora?

—Un poco antes de las seis. Llego temprano para preparar las prácticas del equipo.

—¿Y la encontró… cómo?

Raúl inspiró hondo, sus fosas nasales se ensancharon.

—Tirada en el césped. Con… sangre por todas partes.

León hizo una pausa, como para darle espacio a la imagen. Luego inclinó la cabeza.

—¿Llamó a alguien?

—A seguridad del campus.

—Claro —murmuró el inspector—. Como buen ciudadano.

Raúl lo miró de reojo, con desconfianza. León se limitó a esbozar una ligera sonrisa.

—Dígame, entrenador. Usted y Sophia. ¿Qué clase de relación tenían?

—No teníamos ninguna —contestó rápido.

—Ah —León arqueó una ceja—. Eso es extraño, considerando que ella lo denunció hace cuatro meses por acoso.

Los nudillos de Raúl se pusieron blancos sobre la mesa.

—Esa denuncia era una mentira —escupió—. Pura basura. Quería joderme porque le quité un sitio en el equipo de atletismo a su amiguita. Se inventó toda esa historia.

—Y sin embargo —apuntó León—, fue suspendido temporalmente. Perdió su salario. Quedó con una mancha en su expediente.

—Me reintegraron. La universidad no pudo probar nada.

—Pero la mancha quedó.

Raúl guardó silencio. El inspector lo observó unos segundos más, después empezó a garabatear algo en su libreta.

—¿Y anoche? —preguntó sin levantar la vista—. ¿Dónde estaba usted anoche?

—En mi apartamento. Solo.

—Vaya, otro con una coartada perfecta y sin testigos —dijo León con sorna.

Raúl lo fulminó con la mirada.

—No la maté.

—¿No? —León levantó la cabeza, sus ojos clavados en los del entrenador—. Le quitó su trabajo, su sueldo, su reputación. Hizo que todos lo vieran como un depredador. Y sin embargo, ¿usted no hizo nada?

Raúl inclinó la cabeza hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas, y por un momento parecía a punto de lanzarse sobre el inspector. Pero no lo hizo. Se quedó allí, respirando con dificultad.

—No —dijo, al fin—. No soy como ella.

León se levantó despacio, rodeó el escritorio y se detuvo detrás de Raúl, sus manos en los bolsillos, su voz baja y cortante.

—No. Usted es peor. Porque los que no hablan… son los que más acumulan. Y a veces… estallan.

Raúl se quedó inmóvil, como una estatua.

El inspector dio un paso atrás, volvió a su silla y se dejó caer, cruzando las piernas con calma.

—Puede irse —dijo, casi en un susurro.

Raúl se puso de pie, rígido, y salió sin mirar atrás. La puerta se cerró con un golpe seco.

León se quedó solo, con el silencio y el humo del cigarrillo en el aire.

Miró su lista.

Quedaban dos: Valentina Torres y Pedro Rojas.

El inspector apagó el cigarro en el cenicero, con una sonrisa apenas perceptible.

—Las damas primero —murmuró—. Valentina.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.