La muerte de sophia

Capítulo 7

(Pedro)

Pedro Rojas entró al despacho sin levantar la vista.

Llevaba la gorra apretada sobre la cabeza, el uniforme de jardinero manchado de tierra y un olor a césped recién cortado que llenó la pequeña habitación. Caminó con pasos pesados, arrastrando los pies, hasta sentarse frente al inspector. Se quitó la gorra y la sostuvo entre las manos, retorciéndola lentamente, como si quisiera hacerla polvo.

León lo miró con interés. Había algo casi… cómodo en su silencio. Como si supiera que nadie lo tomaba en serio. Como si esa fuera su ventaja.

—Pedro —dijo finalmente el inspector—. Tú y yo sabemos que aquí nadie te mira dos veces. Ni cuando cortas el césped, ni cuando arreglas las flores, ni cuando cargas cajas para el gimnasio.

Pedro no respondió. Solo bajó más la cabeza, como si las palabras no fueran para él.

—Pero yo sí te estoy mirando —continuó León—. Porque resulta que Sophia también te tenía agarrado del cuello, ¿verdad?

Pedro apretó la gorra con más fuerza, los nudillos blancos.

—¿Qué fue lo que pasó, Pedro? —preguntó el inspector, con voz suave pero firme—. Cuéntamelo.

Por primera vez, el jardinero levantó la vista. Sus ojos eran oscuros y cansados, pero no había miedo en ellos. Solo rabia contenida.

—Ella… —empezó, con la voz ronca—. Me vio. Una noche. Estaba tomando… unas herramientas del almacén. Pensé que nadie me vería. Nadie lo hace nunca. Pero ella… ella sí.

León asintió lentamente.

—Y te amenazó.

Pedro tragó saliva.

—Me dijo que si no hacía lo que me pedía… me iba a denunciar. Que perdería mi trabajo. Que iría a la policía. Y que todo el mundo sabría que soy… basura.

—¿Qué te pedía?

Pedro inspiró hondo.

—De todo. Que le consiguiera llaves de los salones, que le arreglara el coche sin cobrarle, que le trajera cosas del almacén. Cada vez más.

El inspector lo miró fijamente.

—¿Y cuándo fue la última vez que hablaste con ella?

Pedro dudó, luego murmuró:

—Ayer. Por la tarde. Vino a la caseta del jardín. Quería… más cosas. Le dije que no. Que no podía seguir. Y ella se rió. Me dijo que yo no tenía opción.

—¿Qué hiciste después?

Pedro bajó la cabeza otra vez.

—Fui a mi cuarto. Dormí.

—¿Solo?

Pedro asintió sin levantar la vista.

León suspiró, se levantó de la silla y empezó a dar vueltas alrededor del jardinero.

—Tú eras invisible, Pedro. Hasta que ella te obligó a ser visto. —Se detuvo detrás de él—. Y a algunos hombres eso… los hace peligrosos.

Pedro no se movió.

—Yo no la maté —dijo, por fin. En voz baja, pero firme.

El inspector lo rodeó, volvió a su asiento y apoyó los codos sobre el escritorio.

—Eso ya lo veremos —murmuró, por enésima vez.

Se inclinó hacia él.

—Dime una cosa, Pedro. Cuando viste su cuerpo esta mañana… —sus ojos brillaron con algo parecido a burla—. ¿Sentiste alivio?

El jardinero levantó la mirada, y por primera vez se permitió una pequeña, triste sonrisa.

—No —contestó—. Sentí… que al fin todos la veían como yo.

León se reclinó en su silla, lo observó un largo rato y, finalmente, hizo un gesto al oficial para que se lo llevaran.

Cuando la puerta se cerró tras Pedro, el inspector se quedó solo con su lista y sus pensamientos que hacian eco dentro de su cabeza.

Todos tenían motivos. Todos mentían en algo. Y todos parecían creer que Sophia merecía morir.

Pero solo uno lo había hecho.

León se inclinó sobre el escritorio y escribió en su libreta una sola palabra:

> “Próximo”.

Sonrió apenas.

El juego acababa de empezar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.