El pasillo del dormitorio femenino estaba en silencio, salvo por el eco de los zapatos del inspector León sobre el suelo encerado. Era tarde, casi medianoche, y las luces parecían más frías de lo habitual. La mayoría de las estudiantes ya dormían, pero un par de cabezas se asomaban curiosas desde las puertas entreabiertas al ver al hombre de traje oscuro caminar decidido hacia la habitación número 213.
Cuando llegó, tocó con los nudillos, firme pero no violento.
—Jazmín —llamó, su voz ronca atravesando la puerta—. Ábreme.
Unos segundos después, la puerta se abrió lo suficiente para que apareciera el rostro cansado y pálido de Jazmín Ramírez. Llevaba un pijama sencillo, el cabello recogido en un moño flojo y los ojos enrojecidos, como si no hubiera dormido nada desde la muerte de Sophia.
—¿Qué… qué pasa? —preguntó con voz queda.
León no perdió tiempo en formalidades.
—Necesito entrar.
Ella se apartó sin protestar. Tal vez demasiado rápido.
La habitación estaba en penumbras, con el escritorio cubierto de papeles y un par de tazas de café medio vacías sobre la cómoda. Dos camas, una vacía —la de Sophia— y otra con las sábanas revueltas.
León echó un vistazo general y luego caminó lentamente hacia la cama de Jazmín.
—Bonito lugar —murmuró—. Aunque parece que la energía aquí… es densa.
Ella se quedó de pie junto a la puerta, retorciendo el dobladillo de su pijama entre los dedos.
El inspector se agachó junto a la cama y empezó a revisar. Nada interesante en la mesilla de noche: un libro de poemas, un cargador de teléfono, una vela a medio consumir.
Abrió los cajones del escritorio. Papeles. Recibos. Notas de clases.
Cuando se acercó al armario, notó que Jazmín dio un leve paso atrás.
León sonrió para sí. Siempre reaccionan en el momento en que uno está cerca.
Abrió la puerta del armario y, entre la ropa cuidadosamente colgada, vio un pequeño bolso negro, empujado al fondo, detrás de una caja de zapatos. Lo sacó y lo abrió.
Primero encontró maquillaje, llaves, una billetera.
Pero en el doble fondo —que un ojo menos entrenado habría pasado por alto— había un sobre amarillo. León lo deslizó fuera con dos dedos.
En el sobre, sin remitente, había una serie de fotos impresas: Sophia y Marco, Sophia y Diego, Sophia y Raúl. Todas tomadas en momentos comprometedores. Besos. Discusiones. Dinero pasando de una mano a otra. Incluso había una foto de Sophia y el propio León, al principio de la investigación, caminando por la cancha la primera noche.
El inspector hojeó lentamente las fotos, mientras Jazmín lo miraba, helada.
—Vaya, vaya —murmuró él, sin levantar la vista—. Tú tenías un pequeño archivo personal, ¿eh?
Jazmín finalmente rompió el silencio.
—No… no son mías.
León se giró hacia ella, con una ceja arqueada.
—Claro que no —ironizó—. Siempre aparecen solas, escondidas detrás de una caja de zapatos.
—Se las guardé… a ella. —Las palabras salieron atropelladas—. Sophia… me pidió que las escondiera por si… por si algo le pasaba. Dijo que eran su seguro.
León la miró fijamente, luego volvió a las fotos. Se detuvo en una en particular: Sophia, en la cancha, a las once y media de la noche, discutiendo con alguien cuyo rostro no se veía claramente… pero por la silueta, no parecía Marco.
—¿Por qué no mencionaste esto antes? —preguntó León.
—Porque… —la voz de Jazmín se quebró—. Porque si Sophia confiaba en mí para guardarlas, yo… no quería traicionarla.
El inspector guardó las fotos de nuevo en el sobre y lo metió en su bolsillo.
—Pues me temo que ella ya está más allá de sentirse traicionada —dijo, seco.
Se dirigió a la puerta, pero antes de salir se volvió y la miró con dureza.
—Tú sabías más de lo que dijiste, Jazmín. Y a mí no me gusta que me mientan. Te sugiero que estés disponible mañana. No hemos terminado.
Ella asintió, temblorosa.
León salió, cerrando la puerta tras de sí, y caminó por el pasillo con el sobre en la mano. Ahora tenía algo más que una tela y palabras.
Las fotos no solo confirmaban que Sophia estaba chantajeando a varios. También revelaban que a las once y media de la noche, ella todavía estaba viva… y no estaba sola.
Y eso significaba que alguien había estado mintiendo desde el principio.
El inspector sonrió para sí, mientras encendía otro cigarro.
—Ya casi —murmuró.