La muerte de sophia

Capitulo 12

Pedro Rojas estaba sentado otra vez en el despacho, solo frente al inspector.

Esta vez no había disimulo en su mirada: sus ojos estaban inyectados de sangre, el rostro sombrío, la mandíbula tan tensa que parecía a punto de romperse.

León caminaba lentamente a su alrededor, con las manos en los bolsillos y el sobre amarillo en la mano.

—Jazmín dice que te vio —empezó León, en voz baja—. Que estabas allí. De pie junto a Sophia. Con sangre en las manos.

Pedro no respondió. Se limitó a mirar fijamente el suelo.

—Yo también te vi, ¿sabes? —continuó el inspector—. En las fotos. Tú no apareces claramente, pero esa silueta… ese encorvamiento tuyo, esa gorra. Tú estabas allí.

Pedro respiró hondo, cerró los ojos.

León dejó caer el sobre sobre la mesa con un golpe seco.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le espetó, con voz fría—. ¿Por qué seguiste mintiendo?

Pedro levantó la cabeza, por fin, y su voz salió ronca, pero firme.

—Porque no la maté.

León se inclinó sobre él, los ojos encendidos.

—Entonces, explícame por qué estabas cubierto de sangre. Por qué estabas allí a la hora exacta de su muerte. Por qué tu silencio me huele a culpa.

Pedro tragó saliva, respiró hondo, y murmuró:

—Fui… porque ella me llamó.

León frunció el ceño.

—¿Te llamó?

—Sí. Tenía mi número. Me dijo que si no iba, enviaría las fotos a la universidad. Que me destruiría.

León entrecerró los ojos.

—¿A qué hora?

—Poco después de las once.

—¿Y qué pasó cuando llegaste?

Pedro inspiró hondo, y sus manos se apretaron sobre sus rodillas.

—Cuando llegué… ya estaba tirada en el suelo. Había sangre… mucha. Me quedé congelado. No supe qué hacer. Me acerqué… para ver si todavía respiraba.

León lo observó fijamente, como intentando detectar una mentira.

—¿Y después?

—Después… escuché pasos. Me asusté. Corrí.

El inspector se enderezó lentamente, cruzó los brazos y lo miró en silencio. Luego sacó una última foto del sobre y la dejó sobre la mesa.

Era la misma de antes: Sophia en el suelo, sangrando, y la silueta del hombre junto a ella. Pero ahora, con un zoom. Y en la esquina… una sombra más. Apenas perceptible. Una segunda figura, medio escondida tras la portería.

León sonrió con frialdad.

—Así que… no estabas solo —dijo, apenas un susurro.

Pedro miró la foto, y su expresión cambió. Un destello de pánico pasó por su rostro.

El inspector lo notó enseguida.

—¿Quién era, Pedro? —preguntó, con calma venenosa—. ¿Quién estaba allí contigo?

Pedro cerró los ojos, y las palabras le salieron como un susurro:

—…No puedo.

León apoyó las manos sobre la mesa, inclinándose hacia él.

—¿No puedes… o no quieres?

Pedro levantó la vista. Sus ojos brillaban con algo entre miedo y desafío.

—No puedo… porque si lo digo… no salgo de aquí con vida.

León lo miró un largo rato, y luego sonrió.

—Ah —murmuró—. Así que no fue solo un crimen. Fue un pacto.

Pedro apretó los labios, incapaz de negarlo.

León se enderezó, apagó su cigarro y caminó lentamente hacia la puerta.

—Muy bien, Pedro —dijo, sin volverse—. Te daré la noche para pensarlo. Mañana, quiero un nombre. O te quedarás con este crimen colgando del cuello.

Pedro no contestó. Solo bajó la cabeza.

El inspector salió, cerró la puerta tras de sí y encendió otro cigarro en el pasillo.

Un pacto.

Y donde hay un pacto… hay otro culpable.

León sonrió para sí, mientras exhalaba humo.

—Ya casi los tengo.




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