El inspector León no durmió esa noche.
Pasó horas en su despacho, la luz mortecina iluminando las fotos extendidas sobre el escritorio. La imagen ampliada de la cancha —Sophia en el suelo, Pedro inclinado junto a ella y una segunda sombra tras la portería— estaba clavada con una chinche en la pared, como un fantasma observándolo.
Quienquiera que fuera esa segunda figura, había logrado lo que pocos: asustar a Pedro Rojas, un hombre que había pasado su vida en silencio, tragándose las humillaciones sin levantar la voz. Ahora Pedro callaba no por miedo a él, sino a esa otra persona.
León chasqueó la lengua y se levantó, recogiendo su abrigo.
Eran las 6:30 de la mañana cuando salió del edificio principal y cruzó el campus todavía vacío. La niebla matinal cubría la cancha como una sábana sucia. Se detuvo allí, frente a la portería donde habían encontrado a Sophia.
Miró alrededor, recreando la escena en su mente: Sophia, en el centro, sangrando. Pedro, inclinado sobre ella. Y alguien más, en las sombras, observando. Esperando.
Su instinto le decía que esa figura no había llegado después. Sino antes.
—Un pacto… —murmuró para sí—. O un plan.
Sacó su teléfono y marcó.
—Oficial, quiero los registros de las cámaras del pabellón deportivo, las que dan a la entrada trasera de la cancha —ordenó—. Sí, las de anoche. Quiero saber quién entró y quién salió.
Colgó antes de escuchar la respuesta.
A las 8:00, los seis sospechosos fueron convocados nuevamente. Esta vez, no al despacho, sino a la misma sala de conferencias. Cuando entraron, encontraron al inspector de pie, con las manos en los bolsillos y una pantalla proyectando la imagen borrosa de la figura junto a Sophia.
Uno a uno, se sentaron. Evitando mirarse.
León encendió un cigarro y les dio la espalda, contemplando la foto.
—Bonita imagen, ¿verdad? —dijo con voz suave—. Anoche, uno de ustedes estuvo aquí con Pedro. Uno de ustedes estaba allí… antes que él incluso.
Nadie habló. Solo el tic-tac del reloj llenaba la sala.
—Sabemos que Sophia estaba viva a las 23:30. Sabemos que Pedro llegó después de esa hora. Sabemos que alguien más estaba allí.
Se giró y clavó los ojos en ellos.
—Lo que aún no sé… es quién de ustedes.
Caminó despacio frente a ellos, deteniéndose en Valentina.
—Tú eras su sombra, Valentina. La conocías mejor que nadie. Sabías dónde estaría y a qué hora. Sabías que corría sola por la noche.
Valentina lo miró con frialdad.
—Yo estaba en mi habitación.
León sonrió.
—Lo revisaré.
Siguió hasta Raúl.
—Tú tenías las llaves de la puerta trasera del gimnasio. Podías entrar y salir sin ser visto. Nadie te esperaría en la cancha, ¿verdad?
Raúl lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada.
Luego, se inclinó sobre Diego.
—Y tú… —su voz se volvió más suave, casi burlona—. Tú tienes esa manía de corregir exámenes hasta tarde, ¿no? Pero las cámaras no te vieron salir de tu despacho cuando dijiste. —León ladeó la cabeza—. ¿A qué hora saliste realmente, Diego?
El profesor tragó saliva.
—A las… once y cuarenta.
—Ah. —León sonrió—. Eso te da diez minutos para llegar a la cancha y matarla.
—Yo… no fui.
El inspector se enderezó y apagó el cigarro.
—Pues las cámaras me lo dirán —dijo—. Las he pedido esta mañana. Así que, quien quiera contarme la verdad ahora, tiene una sola oportunidad de hacerlo antes de que las imágenes hablen.
El silencio era denso.
Pero entonces… un leve sonido. El de un zapato arrastrándose. Jazmín.
Ella lo miró, los ojos empañados, las manos temblorosas.
—Yo… —susurró—. Yo vi algo más.
León la miró con interés.
—Habla.
Jazmín respiró hondo.
—Vi… vi a Sophia hablando con alguien… antes de que Pedro llegara. —Se frotó los brazos—. No solo discutiendo. Le estaba dando… algo. Un sobre. Y esa persona… esa persona llevaba una chaqueta del equipo deportivo.
León entrecerró los ojos.
—¿Del equipo deportivo?
Ella asintió.
El inspector miró lentamente a Raúl, el entrenador, que ahora tenía la mirada baja, las manos crispadas sobre las rodillas.
—Ah —murmuró León—. Eso ya suena más interesante.
Raúl levantó la vista, su respiración rápida.
León dio un paso hacia él.
—¿Por qué no nos cuenta qué había en ese sobre, Raúl? —preguntó, con voz peligrosa—. Y por qué diablos estaba usted en esa cancha anoche.
Raúl se inclinó hacia adelante, los ojos encendidos de rabia… pero también de miedo.
—Ella… —empezó, y su voz retumbó en la sala—. Ella me tenía en sus manos. Pero yo no la maté.
León sonrió apenas.
—No se preocupe. —Sacó un nuevo cigarro y lo encendió—. Todavía tiene tiempo para convencerme de eso.
Y lo miró con una intensidad que heló la sangre de todos.