Raúl respiraba con dificultad. Tenía las manos crispadas, la mirada clavada en el suelo.
León no le quitaba los ojos de encima mientras exhalaba una columna de humo, esperando.
El silencio pesaba sobre la sala. Los demás sospechosos se tensaban en sus asientos, como si pudieran contagiarse de la culpa que se apoderaba de Raúl.
Finalmente, el entrenador levantó la vista. Sus ojos brillaban con una mezcla de rabia y humillación.
—El sobre… —empezó, con la voz rasposa—. Tenía fotos. Y una carta.
León ladeó la cabeza, intrigado.
—¿Fotos de qué?
Raúl tragó saliva.
—De mí… con una alumna. Hace dos años. En un hotel. Ella era mayor de edad, pero estaba prohibido. Y Sophia… somehow… las consiguió. Me las mostró hace unas semanas. Dijo que las entregaría al rector, a la policía… a los padres de la chica.
Se pasó una mano por el rostro y rió, sin humor.
—Me dijo que si no le pagaba lo que pedía, se encargaría de que no pudiera volver a trabajar en ninguna universidad. Me pidió dinero. Cada vez más.
León se inclinó hacia él.
—¿Cuánto dinero había en el sobre anoche?
—Cinco mil dólares —contestó Raúl, sin titubear.
León lo miró en silencio un largo rato. Luego sonrió, una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Así que fue un pago. No un asesinato.
Raúl lo miró fijamente.
—No la maté —dijo, en voz baja, pero con una convicción que a León no se le escapó—. Quería que desapareciera de mi vida. Pero no así.
León caminó lentamente hacia la mesa y se sentó en el borde.
—Y sin embargo —murmuró—, estabas allí. En la cancha. Con ella. En el momento en que murió.
—No. —Raúl negó con la cabeza—. Llegué antes que Pedro. Pero cuando me fui… ella estaba viva. Me dio el sobre, me miró como si ya no importara nada y se alejó hacia la portería. Y yo… me fui. Juraría que seguía caminando cuando desaparecí por la puerta.
El inspector lo observó en silencio, evaluándolo. Raúl sostenía la mirada, como si ya no tuviera nada más que perder.
León tomó otra calada de su cigarro y exhaló el humo lentamente.
—¿A qué hora te fuiste?
—A las once y veinticinco.
León levantó una ceja.
—Lo cual te da exactamente cinco minutos antes de que Pedro la encontrara sangrando en el suelo.
—¡No fui yo! —Raúl levantó la voz por primera vez—. ¡Puedo ser un cobarde, puedo ser un cerdo… pero no un asesino!
León dio una última calada y apagó el cigarro en el cenicero.
—Eso lo dirán las cámaras —dijo, finalmente—. Y el forense. Y el resto de tus amigos aquí presentes.
Se puso de pie, lo miró con frialdad y añadió:
—Pero gracias por ser… tan generoso con la información. Eso siempre ayuda.
León se giró hacia los demás, que seguían sentados, petrificados.
—Bien —anunció—. Ahora sabemos que Sophia estaba viva a las once y veinticinco. Que recibió un pago. Que alguien más la esperaba junto a la portería después de que Raúl se fue. Y que Pedro llegó a verla muerta a las once y treinta y cinco.
Se inclinó sobre la mesa, recorriendo con la mirada a cada uno.
—Eso deja cinco minutos. Cinco minutos en los que uno de ustedes tomó la decisión que todos estaban esperando. Cinco minutos en los que alguien mató a Sophia.
León enderezó la espalda, guardó las manos en los bolsillos y sonrió con frialdad.
—Así que les doy una última oportunidad. Quien quiera ahorrarme tiempo y decir la verdad ahora, puede levantarse y hacerlo. Si no… el siguiente interrogado será elegido por mí.
Nadie se movió.
León arqueó una ceja y chasqueó la lengua.
—Muy bien. —Su mirada se detuvo en Valentina—. Supongo que empezaremos por ti.
Valentina lo miró con frialdad, pero sus manos se tensaron sobre las rodillas.
El inspector caminó hacia la puerta, abrió y dijo sin volverse:
—Los demás, no se vayan. Esto todavía no ha terminado.
Y con Valentina siguiéndolo, desaparecieron del salón.