La muerte del amor

Capítulo 07 · Catábasis

VII

ANDREW

Ron y yo fuimos amigos desde siempre.

Creo que es algo que todos sabían muy bien. No nos conocimos al llegar a Gunnhild, nuestra amistad iba más allá de un error descubierto por la ley. El punto de conexión entre dos polos tan opuestos como la máxima expresión del exceso de energía y egocentrismo y la representación exacta del desprecio por los otros, tenía identidad y nombre. Una mujer no demasiado alta, castaña y de mirada cautivante.

Josephine.

Gracias a ella descubrí a la única persona con la que podía soportar la compañía constante de un cuerpo ajeno al mío, sin que eso implicara tener sexo de por medio. El culo inquieto de Roland y su necesidad por meterse en problemas terminó enredándonos a ambos en la peligrosa amistad que, al final, nos salvó del desastre que habría sido la adolescencia en soledad. En otras palabras, gracias a él podía sentir que era alguien. Si me conocen, si me estiman, es por ser su amigo. Nada más complicado que eso.

La primera vez que lo vi, ambos teníamos casi quince años.

Josephine me había convencido de acompañarla a una de esas fiestas a las que asistía. No era algo del todo legal que digamos. Se llevaba a cabo en uno de esos salones ocultos en la ciudad, uno de los tantos que se consideran tesoros justamente por el factor de clandestinidad. La policía no sabe de ellos, e incluso en el caso de saberlo poco podría hacer para detener la cantidad de fiestas, encuentros e ilegalidades que se llevaban a cabo.

Directo al grano, no era para nada seguro.

Y por supuesto que yo no pensaba permitir que mi novia fuera sola a esa clase de lugares.

La única manera de llegar era tomando un metro exacto y siguiendo una serie de pasos que Josephine se sabía de memoria. Ella estaba tan metida en el problema que sacarla era imposible sin embarrarse primero, razón por la cual mi presencia ahí era una discusión constante. Le molestaba demasiado el sentir que una de mis responsabilidades eran cuidarla, alegando que podía hacerlo sola.

Claro que podía. Josephine parecía protegerme más a mí de lo que yo a ella.

¿Pero qué más iba a hacer?

Me sentía totalmente fuera de lugar a su lado. Estábamos ya en el metro esperando a alcanzar una parada específica. Josephine se veía perfecta, algo usual en ella. Elegancia era un seudónimo que le calzaba sin problema alguno, quedando en evidencia en un vestido rojo, corto y pegado al cuerpo. Su cabello le llegaba por encima de los hombros y a pesar de ser rubia natural, lo tenía de un color café oscuro. Siempre lo llevaba así. Decía que le molestaba tenerlo largo porque eso implicaba morirse de calor en verano, su estación favorita del año. Tenía la piel tan blanca hasta el punto de que a veces le gustaba fantasear con la idea de ser un vampiro, en esta o en cualquier otra vida. Gracias a eso, supongo, las facciones de su cara se veían acompañadas por miles de pecas rosáceas surcando un puente por sobre su nariz para unir ambos pómulos.

Yo, en cambio, estaba vestido de la manera más rastrera posible. Los jeans gastados que había heredado de algún familiar lejano se veían acompañados por una camiseta cualquiera, por encima de la cual estaba usando ese tapado negro y largo que Josephine me había regalado. El tiempo me ha quitado esa costumbre de vestirme con lo primero que encuentre, pero aquella noche era una de las tantas normas establecidas entre mi novia y yo.

Ella se veía bien, yo era el tipo con complejo de vagabundo que le seguía los pasos.

Su mano se aferraba al barrote más alto del metro. Éramos los únicos seres haciendo acto de presencia en ese pequeño espacio rectangular viejo y destartalado, típico de todos los medios de transporte de una ciudad como Ghael. Ante la ausencia de alguien que nos incomodara, Josephine se permitió inclinarse por encima de mí para besarme con la misma calidez de siempre.

Al instante en el que sus suaves labios alcanzaron los míos, una mueca de asco se formó en su cara.

—Andrew, ¿ya has estado bebiendo?—se alejó de la misma manera que hacía siempre—. Increíble, vives quejándote de tu padre y sigues sus pasos.

Con esa facilidad tan propia de arruinar cualquier momento de tranquilidad entre nosotros, volvió a marcar distancia mirando una de las esquinas del vagón. Lo peor de toda la situación es que sí, había estado tomando, pero también me había encargado de masticar tres tipos de chicles diferentes durante todo ese camino, con la ilusión de que así el sabor de mierda se fuera.

De nada había servido, por si no es obvio a estas alturas.

—Jo, mírame—la llamé, tratando de mantener mi paciencia a raya. Ella no hizo ningún amago de volverse, por lo que la tomé del brazo sin demasiada fuerza y la forcé a mirarme—. Basta de recordar a mi padre. Sabes que lo detesto.

Esbozó esa clase de sonrisas que no pueden significar nada más que un mal augurio.

—¿O si no qué, eh?—resopló, enfrentándome—. ¿Vas a castigarme por ser tan molesta?

Intenté sostenerle la mirada, fallando en el intento. Su actitud tan juguetona y coqueta me sacaba de quicio, más cuando por primera vez intentaba tomarme las cosas en serio sin ninguna respuesta positiva por su lado.




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