La muerte del amor

Capítulo 09 · Nadie tiene las espinas dentro

IX

MARLENE

Recordar a mi abuela era una catástrofe, sucediera cuando sucediera.

En aquella ocasión, tras salir de nuestra primera clase junto a los castigados tomé una decisión muy mala. O muy buena, todo depende de cómo quieras verlo.

Presencié cómo eras llevado, por mi culpa, al despacho del director. No te privaste de dedicarme una mala mirada antes de verte arrastrado por Cornelio. Me descubrí a mí misma entonces frente a la necesidad de tomar una decisión, la cual se dividía entre volver a mi casa a aburrirme o hacer algo divertido.

Tomé la oportunidad de aprovechar la tarde para hacer algo que por fin valiera la pena. Si te soy sincera, cualquier excusa era buena para no tener que ver a mi madre en casa, tan depresiva como estaba siempre que se encerraba en el baño por horas. Por ende tomé mis cosas, las cargué en mi espalda y partí camino al último lugar en la tierra al que me habría imaginado volviendo.

La casa de mi abuela. Mi más antiguo refugio, el que perdí irremediablemente tras su muerte.

Estaba bastante más lejos de lo que recordaba, por lo que llegué luego de cuarenta largos minutos de caminata donde no dejaba de preguntarme qué mierda estaba haciendo. Ya habían pasado cuatro, quizás cinco años. Tantos días sin atreverme a poner un pie en el único lugar que llamaba casa.

¿Alguna vez perdiste a alguien, Louie? ¿Alguna vez extrañaste sabiendo que nada podría cambiar lo que ya condena nuestros días? Sé muy bien la respuesta, pero estoy segura de que me faltan más detalles de los que eres capaz de querer darme. Algo que tenemos en común es eso, supongo. Nuestra incapacidad para hablar sobre algo que todavía nos duele.

Me paré en la entrada para comprobar que todo siguiera igual a como lo recordaba. Una casa simple, acogedora y típica, dentro de un barrio igual de tranquilo que tantos otros dentro de esa zona de Gunnhild. De la misma forma que tu padre, mi abuela Candy se había dedicado la mitad de su vida a ejercer la profesión de abogada, aunque quizás sin el mismo nivel de éxito y reconocimiento. Lo bueno es que le había dado la posibilidad de permitirse una casa bonita, sencilla, sí, pero por sobre todas las cosas segura.

O eso creíamos.

Miré las dos ventanas delanteras, cerradas con tablones de madera por ambos lados. Ni mamá ni yo nos veíamos capaces de vivir en un lugar tan atestado de ella, muy a pesar de que claramente nos convenía en esa y en las mil vidas que nos siguiera mudarnos. Era nuestra herencia, al final del día.

Pero no podíamos, Louie.

Las masetas estaban rotas sobre el suelo del porche debajo de las ventanas, aunque ya no quedaba rastro de la tierra que debían de haber contenido. Lo más probable es que o las haya tirado una tormenta o algún vecino curioso intentando merodear, pero no te haces a la idea de cuánto se me acongojó el corazón al darme cuenta de eso. Una de las cosas más lindas de vivir con mi abuela era su inexplicable devoción por el cuidado de las plantas, algo que se reflejaba en la cantidad de flores que se encargaba de mantener en cada rincón de la casa.

Sus favoritas eran las de las ventanas.

Esas cuyos restos se habían perdido para la eternidad.

Tenía conmigo una llave, la única copia que quedó luego de un ataque de mamá durante el cual tiró todas las pertenencias que nos quedaban de la abuela a un basurero que posteriormente quemó. En consecuencia, lo único que nos dejó de ella estaba en esa casa.

Mi desagradable odio hacia Candace, mi madre, no era del todo injustificado. Llevaba cometiendo incontables errores desde mi nacimiento, pero el haberse deshecho de las cosas de Candy fue lo último que le permití hacerme antes de quitarle para siempre el título de madre.

—Permiso—anuncié con voz temblorosa al empujar la pesada puerta de madera, recordando cuánto le molestaba a mi abuela que las visitas no fueran educadas.

Una manta de polvo se levantó ante tal acción, recibiéndome de esa manera al ingresar. Cinco años no pasaron desapercibidos para ese lugar, más teniendo en cuenta lo descuidadas que habíamos sido mamá y yo con todo ese asunto. Cuando dije que no lo pisábamos desde la muerte de la abuela, no era en plan metafórico. Genuinamente nunca habíamos encontrado la fuerza para visitar ese lugar, en especial ante nuestra incapacidad para lidiar con la pérdida de alguien tan importante.

Al fin y al cabo, para ambas Candy era nuestra principal figura materna.

Yo lo lidié de una forma, Candace de otra.

Los muebles estaban cubiertos por el polvo de los años, degastados y húmedos. La puerta trasera estaba abierta de par en par, evidenciando un robo del cual nunca habíamos sido conscientes. Faltaban una cantidad infinita de cosas en la sala principal, entre ellas objetos de valor tanto monetario como sentimental. Un par de macetas, decoraciones varias y la televisión frente al gastado sofá y la silla mecedora de Candy. Entrar en ese lugar era como visitar un museo, regresar al descuidado contenedor de miles y miles de recuerdos dolorosos que día a día vivía enterrando.

No pude soportarlo, para qué intentar mentirte a ti, Louie.

El olor dentro era una mierda, pero quise pretender que nada sucedía para no faltarle tan así el respeto a mi abuela muerta. Encontré en medio de la cocina su silla de ruedas, esa gracias a la cual se volvió imparable a pesar de la enfermedad que le impidió caminar sus últimos años de vida. Ya no quedaban vasos, platos ni cubiertos de ningún tipo. Todo había sido robado sin remordimiento alguno, una falta de respeto de la cual me di cuenta al ingresar a la cocina para así dirigirme a la puerta del fondo.




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