La muerte del amor

Capítulo 12 · Un par de desconocidos con una tarea en común

XII

ANDREW

Solo había pasado un día, pero se sentía como si fuera una persona completamente diferente a la de hacia tan solo unas horas. Llevar conmigo a Ron hasta casa se convirtió en una batalla desde el primer momento, una que se complicó cuando él quiso insistir con que tenía que llevarlo a lo de Danielle para cortar con ella.

Sin pensarlo, pisé el freno a fondo al escucharlo. Estábamos todavía en Ghael, aunque en una calle poco transitada.

—¿Cómo que vas a terminar con Danielle?—repliqué, volteando a verlo.

Seguía igual de débil que antes, pero por lo que tenía entendido los hombres de Dante se hicieron cargo de arreglarle la nariz y comprobar que hubiera expulsado todo el veneno, dándole ciertas puntadas e incluso una bebida a modo de antídoto.

—Ya no es seguro, chico—quiso explicarse, removiendo su culo inquieto para acomodarse—. Virgilio me permitía estar con ella, pero sé que no le agrado a Dante. Lo más probable es que me pida que la lastime o algo por el estilo.

La historia de esos dos era increíble a la par de extraña. Antes de conocerse aseguraban haber estado con tantas personas que nunca amaron en lo absoluto, con las cuales todo se reducía al sexo y poco más. Creyeron que entre ellos sería igual, que serían incapaces de quererse el uno al otro, pero Ron terminó enamorándose irremediablemente de ella. No parecía ser posible para él preocuparse por nadie hasta que llegó Danielle, razón primordial por la cual decidió ocultarle todo sobre Catábasis desde que iniciaron.

—A veces el amor es así—resopló, corriendo la mirada—, estás seguro de que tienes el control pero resulta que la única manera de salvar a alguien es perdiéndolo.

Me negué a permitirle romperle el corazón a su novia estando como se encontraba, lo cual pareció bajarle el ánimo. De todas formas la tristeza no le duró mucho, en cuanto llegamos a casa se puso a saltar por todos lados gracias al antídoto que le habían dado para evitar una catástrofe. Estaba tan seguro de que ese sería su último día de vida que recobrarla no le causó ningún otro efecto más que una incontrolable euforia.

Fue una noche complicada, he de admitir.

La idea de que mis actos se vieran controlados por una persona diferente a mí a la que, en cierta medida gracias a Ron, me había entregado… bueno, no es algo que se viva todos los días. Tampoco es una sensación muy placentera que digamos, en especial porque estaba seguro de que en cualquier momento recibiríamos una orden de su parte. Por otro lado estaba esa cuestión que intentaba pasar por alto sin conseguir que dejara de atormentarme: Josephine. Las palabras de Roland se repetían una y otra vez en mi cabeza, la idea de dudar de Catábasis. De que ellos tuvieran algo que ver con su desaparición, con cómo se dieron las cosas para que el único culpable posible hubiera resultado ser yo.

Era posible, una idea creíble, el que Dante no me conociera. Después de todo, Jo trabajaba para Hades. Tranquilamente podría tratarse del único culpable, razón por la cual Ron estaba intentando colarse solo a su despacho. Pero también había lugar a la duda, a esa otra posibilidad de que incluso Dante estuviera involucrado, me conociera a la perfección y hubiese estado fingiendo todo el tiempo para engañarme. Los amos de Catábasis eran los maestros de la mentira, esa era la única seguridad a la que me podía aferrar sin margen de error.

Llegó el almuerzo, momento en el cual tuve que hacer un esfuerzo titánico para no romperle ningún diente a los insoportables amigos que Ron se había hecho al distanciarse de mí. No es que fueran igual de egocéntricos que él o algo por el estilo. La situación me alteraba por el simple hecho de que tenía tanto en lo que pensar pero, aun así, mi alrededor se veía constantemente interrumpido por sus comentarios intentando hablar conmigo, como si fuésemos amigos o por lo menos conocidos.

—Eras cercano al rarito que hizo la cuenta, ¿no, Andrew?—me preguntaba uno, haciéndome imaginar lo terrible que debía haber sido para Cameron ser el nuevo el curso anterior. Tantas preguntas sobre cosas que poca relevancia tenían, todas a las cuales me limitaba a responder con un asentamiento de cabeza—. No te culpo. Ninguno de nosotros habría imaginado nunca que dejaban entrar maricones a este lugar.

Todos se le rieron las palabras como si fuera un chiste gracioso. Lo que estaba intentando decir el pobre imbécil con un exceso innecesario de sarcasmo era nada más y nada menos que cualquier ingresante, incluidos nosotros, éramos unos maricones. Bah, no vale la pena perder tanto tiempo explicándolo.

—El lado bueno es que se fue antes de contagiarte—intentó seguirle otro—, hay que saber agradecer los milagros que recibimos.

—Como no ser pobres, por ejemplo.

—Ni estar obligados a ir a la guerra.

—Tampoco formamos parte de ninguna minoría…

—¡Agradezco al cielo no ser pelirrojo!

—Ni mujer. ¿Se imaginan tener que sangrar una vez al mes?

—Estupideces—dijo Ron, acostumbrado a ese tipo de charlas tan ruidosas que a mí me sacaban de quicio—. Les tienen envidia porque ellas pueden acabar veinte mil veces y ustedes lo máximo que duran son... cinco segundos de gloria. Eso sí tenemos suerte.




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