La muerte del amor

Capítulo 13 · Cuando tu cinismo es también el mío

XIII

MARLENE

El viernes llegó antes de lo pensado. Afortunadamente para ambos, aparentar era una de las cosas que mejor sabíamos hacer. La tensión se disipaba por completo cuando de actuar frente a otros se trataba. El miércoles ayudamos a ordenar los libros, el jueves ambos permanecimos en completo silencio toda la clase que Cornelio se dedicó a dar sobre el concepto del concepto mismo, y luego el viernes yo misma tomé la iniciativa de pedirle a los del centro que nos permitan estar a solas con los castigados sin el insoportable profesor de Filosofía. Mi argumento de que éramos inútiles en su presencia logró convencer a Luce, y de alguna forma u otra ella llevó esa convicción a Giselle.

De igual manera no te presentaste. Más tarde descubrí que tanto tú como Roland se habían retirado ante una supuesta emergencia familiar. Ya sabes, de esas que todos sabemos se usan de excusa cuando el problema de fondo no tiene nada que ver con algo que podamos explicarle a la institución.

No dije ni una sola palabra ante la situación. Después de todo, habías sido lo suficientemente claro conmigo como para que entendiera el mensaje: ya no me necesitabas, ni como amiga ni como nada. El aparente vínculo que teníamos resultaba estar solo en mi cabeza, por lo que te tomaste la molestia de enterrarlo incluso ahí.

Y yo soy por sobre todas las cosas una persona respetuosa, todos lo sabemos.

Llegué a casa directamente luego de clases. Era la primera vez en la semana que iba ahí en lugar de encerrarme en el invernadero de la casa de Candy. Desde la primera vez que me atreví a visitarlo, no pude evitar volver todas las tardes. Quería sacarme de encima la sensación de que ese era un lugar triste, pero conforme más tiempo pasaba ahí peor se volvía todo.

Por alguna razón el invernadero se sentía el lugar más frío de toda la casa, a pesar de que ni siquiera era invierno todavía.

Mamá ni siquiera se inmutó al verme ingresar. Llevábamos días sin vernos porque yo misma me había encargado de que así fuera, volviendo al anochecer, momento en el que sabía que ella o no estaría en casa o, de hacerlo, se encontraría ya durmiendo.

La encontré sentada en la cocina, fumando. El humo llenaba el pequeño espacio cuya única ventana, por si fuera poco, estaba cerrada. Sobre la mesa estaban dispuestas unas cuatro bolsas del mercado, actividad que yo me encargaba de realizar de vez en cuando ante la incapacidad de Candace por controlar el dinero que gastaba. Me enfadaba verla desobedecerme de esa manera, pero ese día no tenía ninguna intención de discutir con ella.

Su inexpresivo rostro se dedicó a analizarme cuando pasé a su lado para abrir la ventana, permitiendo de esa forma que el aire circulara dentro de la casa. Posteriormente tomé cada una de las bolsas y me dispuse a organizar la mercancía, de lo contrario todo terminaría echándose a perder antes de que mamá quisiera siquiera pensar en poner las cosas en su lugar.

Lo cierto es que eso lo había heredado de ella, ninguna de las dos tenía lo que se dice un don para la limpieza. Si me hacía cargo yo era porque nadie más iba a hacerlo. Porque, además, si algo me frustraba peor era el gasto de dinero en algo que al final terminaríamos desperdiciando. Quien sí era una reina ejemplar para el orden era Candy, pero de sus habilidades solo nos quedaba el recuerdo.

—Compré esa pasta que sé que te gusta—dijo mamá de repente.

Me sacó tan inesperadamente de mis pensamientos que tuve que voltear a verla para comprobar que de verdad me hubiese hablado. Su cabello era un desastre esa tarde, tan despeinado como desordenado y sin vida. Lucía agotada, no solo por las ojeras debajo de sus ojos sino también por la pose de desgano con la cual permanecía quieta como una piedra, apoyando los codos sobre la mesa. Mamá cada vez perdía más peso, de la misma manera que lo llevaba haciendo yo hacía un par de meses. No nos ocupábamos de comer bien, ese era el problema. Cocinábamos lo primero que encontrábamos con la condición de que fuera sencillo, rápido y barato.

La mayor parte de las veces ella comía lo que yo dejaba, nunca se preocupaba por cocinarse un plato de verdad por cuenta propia.

—¿Cuántos días llevas sin comer?—le pregunté, temiendo la respuesta que pudiera darme.

Lo único que podía verle desde donde estaba era la nuca, por lo cual percibí que negaba con la cabeza.

—¿Cuántos días llevas tú sin venir?—inquirió, utilizando sus dedos para contar—. Uno, dos, tres… cuatro. Si, cuatro días.

Presté un poco más de atención a la escena: a sus pies tenía dos latas de sopa de tomate, abiertas, de las cuales emanaba un horrible olor. No hizo falta que lo comprobara como para saber que tan solo había probado de ellas un sorbo.

—Dios, Candace…

—¿Candace?—susurró con tristeza. Me puse de pie para acercarme a ella y así verla mejor—. Pero si soy tu madre.

Quise tocarle la frente pero se negó, golpeando mi mano cada vez que intentaba posarla sobre su piel. Entre quejidos por lo bajo, encendí la cocina y preparé una olla con agua para cocinarle algo a pesar de que la hora del almuerzo llevaba bastante atraso. No mintió cuando dijo que me había comprado mi pasta favorita, aunque solo encontré una bolsa pequeña que decía servir para una única porción. La preparé para ella, aunque feliz de verme obligada a ello no estaba. Tampoco pude encontrarle ninguna otra cosa, peor teniendo en cuenta que Candace se había tomado la molestia de hacer las compras en ese estado.




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