La muerte del amor

Capítulo 20 · Bajé las armas por ti

XX

MARLENE

La fiesta estaba en su punto máximo luego de una hora y media, el tiempo que tardamos absolutamente todos en emborracharnos para empezar a bailar sin vergüenza y subir la música. Pasamos de todo tipo de géneros musicales hasta a hacer karaoke, momento que Kit utilizó para volverse el alma de la diversión al no pegar ni una sola nota. El grupo entero lo adoró a pesar de no asistir a clase con nosotros, siendo un completo desconocido del que lo único que podíamos dar por hecho que sabíamos se reducía a que no sabía cantar.

Apenas me di cuenta de que te habías ido a eso de las tres de la mañana, cuando estaba ya demasiado agotada como para seguirle el ritmo al culo inquieto de Roland. Estaba organizando un juego para seguir bebiendo en el cual él era el rey con un indiscutible poder para castigarte obligándote a chupar de una botella durante los segundos que te pidiera. Elías y Ron descubrieron que eran almas gemelas de diferentes edades, llevándose mejor de lo que cualquiera habría llegado a imaginar. En una sola noche Ron lo bautizó como el putísimo hermano menor que nunca tuvo.

Ya nadie bailaba para ese entonces, por lo que bajamos la música y se formó una ronda en el centro de la sala. Algunas personas se habían ido a recorrer las otras, llevando consigo las luces de colores. Ellie y Billy se desaparecieron hacía al menos treinta minutos con ellas, algo que a mí ya estaba llamándome la atención.

Tomé el vaso de plástico que me acompañaba como un accesorio más y lo cargué con agua, ya algo tranquila. Los pies me dolían de tanto saltar y dar vueltas, por lo que necesitaba ir a sentarme alejada de todos al menos un rato. Toleraba algunas horas pero no las suficientes como para seguirle la corriente a la dupla Ron–Elías.

—¡Eso, eso, eso! ¡Dieciséis, quince, catorce…!—escuché que gritaban antes de abandonar la sala de teatro—. ¡Si vomitas tendrás que limpiarlo con la lengua, cabrón!

Cerré la puerta a mis espaldas. El frío de un pasillo desolado se extendía ante mí, rodeándome de una oscuridad a la que poco a poco me acostumbraba más. El único ruido que era capaz de percibir eran los gritos de quienes jugaban a ver qué tan rápido podían perder la consciencia. Miré a ambos lados, en busca de alguna sombra o cuerpo que me indicara que no estaba sola.

—¡Gótica bonita, espera!—escuché que me llamaba alguien detrás.

No podía ser nadie diferente a Kit. Lo miré aparecerse a mi lado, chocando nuestros hombros con evidente felicidad. La sonrisa implantada en su rostro acompañaba la actitud enérgica que lucía inagotable en él.

—¿Dónde vamos, bestie?—me preguntó, comenzando a avanzar por el pasillo sin ningún tipo de vergüenza.

La seguridad con la que me hablaba hizo que se volviera difícil para mí intentar alejarlo. Esa noche me sentía tan relajada en tu ausencia que por primera vez asumí que su compañía no me molestaba sin demasiadas vueltas.

Avancé hasta alcanzarlo, devolviéndole el gesto de chocar nuestros hombros.

—Sígueme.

Lo llevé al segundo pasillo a sabiendas de que no había ninguna posibilidad de que nos descubrieran ahí. Dicho de esa manera luce como si hubiese estado planeando matarlo o algo por el estilo. La verdad es que no, de momento no entraba en mis planes a futuro acabar con Kit. Quería encontrar el lugar más solitario posible para darle la oportunidad que necesitaba la vida para convertirlo en un asesino serial que se encargara de darle fin a mi sufrimiento sin que nadie se enterara.

Otra vez, estoy bromeando.

La sala de Filosofía estaba abierta, al final del pasillo del segundo piso. Yo misma me había encargado de que así fuera para tenerlo como recurso, un escondite en caso de que las cosas se cagaran, algo que solo yo supiera que estaría disponible. Una vez entramos dejamos las luces apagadas, acercamos los pupitres a las ventanas enormes del lugar y las abrimos para poder ver las calles que teníamos delante.

Una fresca brisa no tardó en colarse, acompañada de la luz de esas farolas que iluminaban sin éxito la oscuridad. Nos encontramos sentados en silencio sobre dos pupitres diferentes, él apoyando los codos sobre sus rodillas y yo recostándome para mirar el techo en busca de olvidar que no estaba sola.

Sin que lo esperara, escuché que una canción comenzó a sonar. Cuando lo comprobé descubrí dos cosas que me desconcertaron: la primera, que Kit habría colocado su celular a un lado reproduciendo Be my mistake de The 1975; la segunda que estaba llorando.

No dije nada. El detalle de que fuera la misma banda que tú habías colocado aquella noche en tu casa me paralizó por completo. Las casualidades de la vida, supongo.

—Este es el momento en el que te cuento las razones de mi tristeza, ¿no?—habló Kit en mi lugar.

Podía entenderlo. Veía en él un espejo de mí, el claro prototipo de un vacío que nadie puede conocer ni pensar que existe hasta que lo materializas con palabras.

—Si eso quieres—amagué, sentándome para abrazar mis piernas y acercarlas a mi pecho.

Lo que me llamaba la atención del ambiente era que no podía culpar al alcohol de su repentina crisis. Creo que lo único sobre lo que echar cierta responsabilidad era esa triste guitarra creando una melodía hecha a la perfección para musicalizar escenas tristes.




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