La muerte del amor

Capítulo 24 · Dispara donde quieras

XXIV

DARCIE

Durante el horario del almuerzo me vi incapaz de ir al comedor, sabiendo que lo probable era encontrarte ahí. No sé, simplemente me sentí acorralada por la situación. El solo hecho de tener que pensar en qué decirte me revolvía el estómago, haciéndome entender lo patética que resultaba mi vida desde que empezaba a enamorarme de alguien después de tanto tiempo.

Entré a la biblioteca con la sospecha de que estaría vacía, y en efecto así era. Nadie se encierra a leer cuando puede estar comiendo, o al menos así funcionaba en el colegio en el que me encontraba. Ni siquiera la bibliotecaria estaba ahí, tras su escritorio, como solía hacer. Caminé entre los pasillos de libros, pasando mis dedos entre los lomos viejos y llenos de polvo que iba a tocarme limpiar junto a los castigados cualquier día de esos.

Sobre las mesas se encontraban pilas y pilas de revistas, manuales, mapas y otros libros, todos esparcidos uno encima del otro. Era normal algo así en la biblioteca, en especial luego de que un curso desastroso la utilizara para alguna clase. Decidí sentarme en una de las más desordenadas, esperando poder esconder mi cara detrás de esas montañas.

Creí que era un buen momento para empezar a practicar esos aburridos hábitos de estudio que me convenía tener, por lo que saqué mis apuntes para empezar a resolver una tarea que tenía pendiente. Supongo que luego de unos tantos minutos llegué a concentrarme lo suficiente como para no escuchar que la puerta de la biblioteca se abría, dejando así que cierta persona entrara para acercarse.

—Darcie—escuché que me llamaban.

Una voz peculiar, un tono divertido y familiar que reconocí sin mucho esfuerzo.

—Louie—mascullé, alzando la vista de mis cosas.

En efecto, estabas de pie justo delante de mí con las manos metidas en los bolsillos y con cara de nada me sale mal. Justo la única persona a la que quería evitar, encontrándome en lo que intentaba ser un escondite perfecto.

—¿Puedo?—preguntaste, señalando la silla que tenías delante.

—No.

Poco importaba mi respuesta, de todas maneras, porque en cuanto me escuchaste tomaste asiento frente a mí, apartando en el proceso los libros que teníamos en medio. Llevabas contigo una botella de agua, la cual dejaste a un costado tras clavar tus ojos sobre los míos.

—¿Qué haces aquí?—me cuestionaste con lo que supuse que era una genuina curiosidad—. Nunca vienes a la biblioteca si no te obligan primero.

Echaste una mirada a nuestro alrededor, quizás recordando como yo aquella primera vez que nos cruzamos. Fue una situación similar a esa, ambos estando castigados y siendo obligados a ordenar una cantidad insufrible de revistas que los del último curso—para aquel entonces—habían dejado tiradas sobre esas mismas mesas. Lo primero que hice fue pedirte ayuda para molestar a Miss Adams, la profesora a cargo de nosotros aquel día.

—Estaba evitándote—respondí con sinceridad, alzando ambos hombros en un gesto inocente.

Frunciste el ceño.

—¿Y eso?

Presa de los nervios, tomé el lápiz que antes estaba usando para distraerme tamborileándolo sobre la mesa. ¿Cómo mierda iba a explicarte lo que sentía? ¿Cómo decirte que seguía sin poder afrontar mis sentimientos?

—Creí que querrías algo así—suspiré, atenta al movimiento del lápiz entre mis dedos. Tú también lo observabas, ahora con un aire molesto—. Ya sabes, no tener que soportarme encima de ti como una patética que tienes a tus pies solo porque le prestaste atención una vez.

Percibí una sonrisa fugaz, la prueba de que mi comentario te causó gracia. Borraste al instante esa mueca, corriendo la mirada.

—Nunca di a entender eso. Creí haber sido bastante claro con lo que siento, pero visto lo visto…—escupiste como respuesta, acomodándote en tu lugar para inclinarte sobre la mesa y apoyar tus codos en ella—. Marlene, no hace falta que me mientas. No a mí.

Enarqué una ceja.

—Pero no miento—intenté defenderme—. Andrew, no sé qué esperas de esto. Tienes toda la pinta de ser del tipo al que no le van las citas románticas, las relaciones, ni siquiera el hablar con alguien más de dos días seguidos.

—En eso estamos de acuerdo—me interrumpiste antes de que pudiera seguir explayándome, extendiendo tu mano para detener mi incesante juego con el bendito lápiz—. No me gustan una mierda esas cosas.

Miré cómo apoyabas tus dedos sobre los míos, impidiéndome seguir jugando.

—Pero eso no quiere decir que no las quiera contigo—agregaste, mirándome a los ojos. Sentir tu piel contra la mía consiguió ponerme un pelín nerviosa, tampoco voy a ser tan maldita como para negarlo—. En todo caso, tú tampoco tienes pinta de ser lo contrario.

Ese último comentario perdió el tono molesto que acompañaba los anteriores, recobrando tus intentos por convertir la conversación en una burla hacia mi persona.

—¿Ah no?—mascullé, alejando mi mano de la tuya—. ¿Y exactamente qué pinta tengo, Louie?

Utilizar tu segundo nombre se sintió como un código interno que al parecer teníamos entre nosotros, uno que entendiste a la perfección. No dijiste nada por un par de segundos, en los cuales te dedicaste a mirarme como si de esa manera estuvieras analizando las infinitas posibilidades que se desplegaban ante ti.




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