La muerte del amor

Capítulo 30 · Mandar un cordero al matadero

XXX

ANDREW

Skylar hija de puta.

No sé para que uno muere intentando ocultar un secreto cuando existe una Skylar que siempre está ahí para cagarlo.

Para ese momento ya estaba bastante lejos de Gunnhild, de camino a Ghael para encontrarme con el padre de Josephine como tenía previsto. Había presentado un papel con una firma falsa de papá para que me dejaran ausentarme a los castigos, aunque a ti decidí no darte muchas explicaciones de momento. La noche anterior ya te había contado que Thorndike esperaba encontrarme, por lo que asumí que ibas a entenderlo sin la necesidad de que lo dijera como tal.

Estaba nervioso.

Y yo nunca me pongo así.

Era incapaz de descifrar mis sentimientos, se convirtieron en tantos que distinguirlos era una tarea imposible a la que me enfrentaba sin la posibilidad de escapar. De hecho, nunca me gustó mucho saber qué pasa con respecto a mis emociones. Más allá de gustarme o no, me costaba un huevo. Estar solo hace ese tipo de cosas, pero se vuelve peor cuando tienes un pensamiento que te atormenta. Pasar por situaciones difíciles genera esta clase de problemas. Arruina la tranquilidad con la que antes manejabas tus días, tus instantes de soledad.

Pero yo odiaba sentirme de esa manera.

Acostumbraba a tener el control sobre mí, no a que mis emociones lo tuvieran.

Conducir, sin embargo, me relajaba. Tenía que concentrarme tanto porque apenas me acostumbraba aún a hacerlo, que el viaje hasta Ghael se me hizo hasta corto. Una vez crucé el puente, lo único que me quedaba era recorrer un camino que llevaba años sin hacer.

El que me llevaba a la antigua casa de Josephine.

La casa que, tras su desaparición, pasó a ser de un solo hombre.

Thorndike vivía en soledad desde entonces, al fondo de un gran espacio verde que funcionaba de entrada a una pequeña casita en la que resaltaban las miles de plantitas y flores que Josephine plantaba y cuidaba en memoria de su madre. Volver, años más tarde, sirvió como una daga justo en el corazón. Descubrir que Thorndike no fue capaz de cuidar la vida que su hija mantenía me llegó en forma de herida, una que cobraba profundidad a medida que descubría una nueva flor marchita.

Aparqué el coche y me digné a ir directo hasta la puerta de la casa, sin querer mirar el resto de las cosas que me rodeaban. Llamé tres veces, como acostumbraba a hacer. Esa era la manera en la que Jo me había pedido que golpeara la puerta cuando iba a buscarla, alegando que así reconocería antes que su padre que se trataba de mí.

Thorndike abrió la puerta casi al instante.

Permanecía idéntico a la noche del secuestro.

—Hijo—dijo para recibirme.

Asentí, sin encontrar la voz para decirle cualquier cosa en respuesta. Vi sus ojos cansados, el cabello que mantenía más largo de lo normal, la bata de andar por casa con la que salió a verme. Cuando me invitó a pasar, lo hice contra mi voluntad. No quería volver a ver esa sala de estar, ni mucho menos los cuadros que colgaban en las paredes porque sabía que uno de ellos, el más pequeño, lo habíamos pintado Jo y yo.

Intenté no verlo. Me concentré en mis pies mientras me sentaba en el sofá, dándome cuenta de que mi alrededor olía a encierro y poca ventilación. Incluso los muebles estaban descuidados, algunos llenos de polvo y papeles, probablemente cuentas sin pagar.

En cuanto Thorndike cerró la puerta, me obligué a hablar.

—Ron ya me lo dijo todo—solté, arrastrando las palabras.

Me sentía tan intimidado y la sensación resultaba tan nueva para mí que apenas encontré la forma de manejarla, de tratar con ella. El padre de Josephine había engordado tanto esos años que, cuando quiso sentarse en el sofá frente a mí, alcancé a escuchar cómo la madera crujía debajo de su gran cuerpo. Sin apurar el paso, tardó su tiempo en acomodarse con una inexplicable calma que me impacientó.

—¿Qué te dijo exactamente, Andrew?—me cuestionó, acomodándose desde donde estaba.

No quería alzar la vista porque no quería encontrarme con lo que me rodeaba. Toda la habitación me recordaba a ella, a la persona que juraba amarme y a quien durante tanto tiempo también pensé amar con locura.

—Josephine está viva—admití, inexpresivo. La noticia ya se sentía diferente, aunque no había alcanzado a procesar ni una mierda lo que mi amigo me había dicho—. Escapó sin mí.

—Se fue para abandonar Catábasis—me interrumpió Thorndike, como queriendo corregirme—. Se fue para sacarte a ti, esencialmente.

No pude soportarlo. El peso de sus palabras se cargaba sobre mi espalda, obligándome a doblarme sobre mí mismo.

—Pero… no tiene sentido—quise decir.

El padre de Jo carraspeó cuando su voz se volvió ronca, detalle que le llevó a toser un par de segundos hasta encontrar de nuevo su aliento. Los años de fumar cigarro estaban cobrándole una cuota bastante cara.

—Déjame explicarte lo que sé, por qué lo sé y qué debemos hacer con eso—instó, y escuché que proseguía a encender un nuevo cigarro. El olor llegó a mis fosas como un recuerdo, trayendo consigo la imagen de Josephine enseñándome a fumar.




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