La muerte del amor

Capítulo 31 · Aquí todos somos de alguien

XXXI

MEGARA

Éramos los únicos en el metro.

Ir fue incómodo, tanto que la misma Skylar no emitió palabra hasta que llegamos. Vi las puertas abrirse de ambos lados, a Zed y mi amiga bajando por donde no estaba el andén. Los seguí generando mil preguntas en mi mente pero ahogándolas en voz alta, esperando que la experiencia misma me trajera las respuestas que buscaba. Caminamos así, pegados a las paredes de piedra y el enorme metro a nuestras espaldas, hasta llegar a una puerta doble abierta de par en par.

El ambiente se transformaba a partir de ahí.

Unas escaleras que se sintieron infinitas aquellas primera vez nos condujeron a través de un pasillo oscuro, húmedo y para nada silencioso. Sky tomó mi mano, guiándome mientras bajábamos los escalones. Parecía saberse esa entrada de memoria, pisando las baldosas con la seguridad de que no iba a caerse. Desde ahí empezaba a escucharse la música, lo único que me indicaba que de verdad había un final, un lugar al que nos dirigíamos.

Llegamos, Louie.

Estábamos en Catábasis.

Una sala enorme y repleta de personas nos recibió. Percibí cómo detrás de nosotros se unía más gente, quizás llegando de otros carros del mismo metro, quién sabe. Las luces de color rojo viajaban de un lugar al otro, titilando de vez en cuando y permitiéndome distinguir el lugar en el que me encontraba. El vestíbulo nos dio una enorme bienvenida, presentándonos la esencia de la incontrolable fiesta que se llevaba a cabo.

Creí que había estado en lugares así anteriores, pero me equivocaba.

Eso era bestial.

La música era tan fuerte que hasta parecía retumbar en mi propio corazón, ayudándolo a latir. Perdimos a Zed casi instantáneamente al poner un pie dentro. Skylar se aferró con todavía más fuerza a mi mano, acercándose a mí para que pudiera oírla bien.

—¡Vamos a tener que jugar un juego muy divertido!—me gritó justo en el oído—. Hoy, mientras estemos aquí, no te llamarás por tu nombre. Búscate otro.

Me miró a la espera de que me inventara una identidad completamente nueva justo delante de ella, por lo que me vi obligada a decir lo primero que se me vino a la mente.

—Megara.

Desde que había escuchado el nombre de Hades se me pegó, no sé por qué. Recordé la película de Hércules, el icónico personaje femenino que la hacía valer la pena y creí que sería buena idea. No pude prever los problemas que me traería luego.

—¡Perfecto!—siguió gritando Skylar—. Yo seré Lavinia. ¿Me escuchas, verdad?

Asentí, distraída observando todo lo que nos rodeaba. Mi entorno estaba maravillándome por completo, no podía creerme que existiera un lugar tan escondido pero maravilloso como ese. Repleto de personas desconocidas que apenas se daban cuenta de lo que sucedía alrededor, alcohol vieras donde vieras y otras diversas salas que se encontraban alrededor pero, al parecer, estaban prohibidas para las simples mortales como nosotras.

—Meg, necesito que me prometas algo. Te quedarás toda la noche en el vestíbulo. Si alguien quiere llevarte a cualquier otra habitación, vas a negarte. Nunca hagas caso a nada que te pida alguien que no sea yo, ¿ok?

Claro, porque así la única que podía llevarme al Tártaro para matarme iba a ser ella. No lo supe en ese entonces, por lo que me quedé con la única opción de asentir como inútil.

Acto seguido, Lavinia volvió a tirar de mi mano para llevarme a comprar una bebida. Nos dieron los típicos vasos con forma de calavera, gracias a los cuales encontré el sentido al tatuaje de Giovanni. Ambas pagamos lo nuestro y luego me dirigió hacia la pista de baile, donde empezamos a bailar básicamente la una pegada a la otra.

No quería separarme ni un solo segundo de ella. Estaba tan concentrada en ver todo lo que tenía a mi alcance pero, al mismo tiempo, aterrada de perderme entre la gente, que sin darme cuenta estaba bailando como si nada importara. Me percaté de que había personas de todas las edades, desde jóvenes con mi edad hasta universitarios de veinte y tantos años. Incluso hombres mayores sentados en un costado bastante cercano a donde Lavinia me había llevado a bailar.

Quería entender cómo era que se conectaba ese lugar, la tremenda fiesta y la gente de ahí contigo. No parecía tener relación, ¿qué ibas a hacer tú y tantas otras personas en lo que a simple vista parece un evento inofensivo?

Muchas cosas.

Tanta oscuridad se ocultaba detrás de lo que parecía un poco de diversión.

Lavinia soltó mi mano en cierto momento, pero se acercó a mí para seguir bailando. Parecía que la música subía de volumen a medida que su cuerpo se pegaba al mío, como desesperada por llamar la atención de alguien a quien yo no podía ni ver ni imaginar. Me indicó qué hacer y cómo hacerlo, guió mis movimientos para que la acariciara en busca de complacer a personas lejanas cuyos ojos se clavaron en nosotras. Por fin teníamos su atención, y Lavinia no estaba por perder su oportunidad.

Era ahora o nunca.

Tomarlo o dejarlo ir.

Y Lavinia decidió.

Eligió por mí.




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