La muerte del amor

Capítulo 32 · El fin justifica los medios

XXXII

MEGARA

Detestaba, detesto y detestaré siempre sentir que le pertenezco a alguien.

Pasé por eso una vez y le juré a cualquier ente que estuviera más allá que me librara de ese peso por el resto de la eternidad.

Fue ahí cuando empezó a desagradarme Catábasis. Cuando empezó a tener sentido de una forma macabra que estuvieras relacionado con eso, tus advertencias para que me mantuviera alejada y a salvo.

—No pienso bailar—demandé, conteniendo las horribles emociones que me generaban el tener que tratar con Hades. Llevábamos ya horas discutiendo—. No, no y no. Ni siquiera por la mayor cantidad de dinero que puedas ofrecerme.

A diferencia de lo que creí que sería, la pelirroja tenía una paciencia enorme como para tratar conmigo. Eso tampoco quiere decir que haya estado ahí cumpliendo y acatando mis deseos, pero al menos se tomó el tiempo de explicarme cuáles eran mis opciones.

Escapar ya no era una de ellas.

—Está bien, hay miles de otras cosas que puedes hacer para mí—resopló Hades, sentada sobre su sofá mientras se miraba las uñas en un gesto aburrido—. A mí tampoco me gusta una mierda la idea de Virgilio, pero es la única que aceptan todas a cambio de dinero. Siempre hay estúpidas que deciden rechazarlo, eres la prueba viviente de ello.

Me había hablado de los tres amos, de cuál era la razón de existir de Catábasis. Dante, Virgilio y ella reinaban sobre las sombras de un inframundo en la tierra, uno destinado a cometer crímenes para beneficiarnos entre nosotros mismos. Secuestros, torturas, venta de drogas, damas de compañía, entre otras tantas cosas a las que se destinaban los esclavos dependiendo del amo con el que hubiera hecho su pacto.

Pero todo siempre giraba en torno a ellos, algo que volvía loca a Hades. La pietas no consistía tanto en deberle lealtad a un tercero cualquiera, sino especial y específicamente a tu amo. Él era tu familia, tu dios y tu patria entera. Él tenía el control, la potestad sobre tu alma como si del mismísimo Lucifer se tratara.

—Trabajaré para Virgilio vendiendo droga o lo que sea, pero no tocaré ni le bailaré a un… hombre—mascullé.

Hades empezó a reírse, haciéndome sentir como una estúpida.

—No puedes trabajar para dos amos a la vez, ternurita—me respondió con calma, sacando de uno de sus bolsillos un cigarro y un encendedor. Me ofreció uno que terminé aceptando tras dudar tres segundos—. A no ser…

Ambas le dimos la primera calada al mismo tiempo, ella se tomó un momento para mirarme de arriba abajo entre pensando si valía la pena tenerme confianza a tan temprana edad o si, por el contrario, desistía de sus ideas.

—Verás, Dante es mi hermano. Es el mayor y eso siempre le infló el ego como a todo hombre, por lo que no me molestaría jugar un rato en su contra—expresó Hades. Sus razones expuestas en voz alta eran mucho más superficiales de las que en realidad la llevaban a actuar de esa manera—. ¿Conoces esa cuestión sobre ser o parecer?

Asentí, expulsando el humo del cigarro con lentitud. Una tranquilidad extraña nos embargó a ambas, convirtiendo esa conversación en algo similar a un acuerdo entre dos personas que en realidad son amigas. Pero claro, ni Hades estaba ahí para salvarme ni yo estaba ahí para ayudarla más de lo que me convenía.

—Dante prefiere parecer, pero yo soy—aclaró. Sus ojos verdes no se despegaban de los míos—. Si no quieres mover el culo para Virgilio, entonces lo usarás para conquistar a mi querido hermanito.

Se levantó con pereza, acercándose al maletín que sostenía el tocadiscos. Lo quitó de encima para abrirlo, y solo entonces me pidió que me acercara. Ahí estaba mi contrato, la prueba de que accedía a regalarle mi alma a un ser como Hades. Después de firmarlo ella misma, lo extendió en mi dirección diciendo:

—Serás la mujer de Dante. Siempre son mías, pero tú irás a llorarle y a ofrecerle lo único que no podrá rechazar jamás: mi vida.

Apoyó una de sus manos sobre la mía, pasándome así la llave que usó para entrar a su despacho. Me di cuenta de que, al entrar, desactivó la seguridad que pedía sus huellas dactilares. Dudé, de igual forma. ¿Por qué la cabeza de Catábasis me confiaría con tanta rapidez a mí, una desconocida, las llaves de su propio despacho? Fácil: porque ahí no tenía nada de importancia.

—Le dirás que me la robaste y él te creerá porque sabe que soy despistada. Que llevas años trabajando conmigo y estás harta, cansada de bailarle a viejos verdes porque te obligo sin escapatoria. Otra vez te creerá porque en ese caso no serás la primera, linda, sino la segunda.

He aquí algo que desconocías.

Josephine ya lo había intentado.

No lo logró, y por eso escapó.

Porque se alió con Dante y pensaba traicionar a Hades.

—Pero tú serás diferente. Te verás segura, fuerte e intimidante. Tendrás la personalidad que se necesita para enfrentarlo y convencerlo de cuánto me odias, de lo lista que estás para acabar conmigo, ensuciarte las manos por él. Para Dante no hay nada más excitante que una mujer que sabe lo que hace.

Sacudí mi cabeza, mirando el papel que me ofrecía como un signo de algo que en realidad carecía de sentido.




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