La muerte del amor

Capítulo 39 · A pesar de todo

XXXIX

MEGARA

Podría habernos matado, pero fue un error.

El fósforo se me escapó de las manos cuando menos lo esperaba, en parte por lo conmocionada que estuve de escucharte decirlo al fin y en otra por la agresividad con la que concluiste tú linda revelación.

Tuviste los reflejos suficientemente rápidos como para agazaparte al instante, pasar un brazo por detrás de mis piernas y cargarme como si fuese una pluma sobre tus hombros. Empecé a sentir el ardor y a oler el humo al instante, aunque apenas podía entender qué sucedía con exactitud.

¿Qué hubiese sido de nosotros si no era por ti?

Ni siquiera dudaste por un segundo cuando nos sacaste, subiendo las escaleras a la máxima velocidad que te permitieron tus piernas mientras el fuego, a nuestras espaldas, se expandía como la pólvora misma. Algunos billetes se nos cayeron de los bolsillos, pero la verdad es que me importó una mierda. Escondí la cara en tu pecho hasta que recordé que me había quitado el pasamontañas. Seguía teniéndolo en mi mano izquierda, pero no pude ponérmelo hasta que me bajaste, justo cuando llegamos a la puerta.

No la abriste, yo tampoco. Nos detuvimos a voltear, a comprobar que de verdad seguíamos vivos y el fuego se quedaba allá, abajo, haciendo de las suyas sin molestarnos.

No todavía al menos.

El pequeño cubículo en el que nos encontrábamos solo nos permitía separarnos un par de pies, aunque no los suficientes. Todo el enojo que sentía allá abajo me abrazó por completo cuando empujé tu cuerpo contra la pared, consiguiendo tomarte desprevenido. Levanté tu pasamontañas a la altura de tu nariz, acerqué nuestras caras y rocé tus labios con los míos. Me detuve a tiempo para escucharte tomar aire, esperando que me enviaras a la mierda por la actitud que acababa de tener contigo.

Tu mano izquierda alcanzó mi cuello y lo sostuvo con fuerza, manteniéndose firme pero a la vez impidiéndome cualquier tipo de movimiento, ya sea para acercarme o para irme.

—Lo siento—empecé a repetir una y otra vez—, lo siento, lo siento, lo siento. No quería que sucediera eso. No quería…

—Por Dios, Darcie, cállate ya.

Despegaste tu cuerpo pero empujaste el mío, haciendo que mi espalda se uniera a la pared para acorralarme contra ella cuando empezaste a besarme. Toda esa fiereza que ambos sentíamos con el otro se consumó en tal acto, en la forma con la que correspondías a mis labios con ganas y furor en partes iguales. Tu mano seguía sosteniendo mi cuello, sin dejar que me separara ni por un solo segundo de ti. Justo cuando creí que lo harías, que ibas a alejarme para siempre, me uniste a ti como si no quisieras que nada fuese capaz de separarnos el uno del otro.

El humo llegó junto al crepitar del fuego, haciéndose oír como el recordatorio de que no podíamos quedarnos ahí ni aunque así lo quisiéramos. Había mucho en riesgo.

Te separaste de mí con brusquedad, tomando mi mano en el acto y abriendo la puerta para que nos fuéramos. Vi cómo buscaste a Ron entre la gente, encontrándolo a un par de metros de nosotros. En cuanto nos vio salir, formó un cono con ambas manos en torno a su boca y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Fuego!

El escándalo fue instantáneo.

Las personas le creyeron sin dudarlo, empezando a salir abarrotadas por la puerta que poco tardó en volverse pequeña para la cantidad de adolescentes alborotados que contenía. Sin detener el paso y sin soltarme, tiraste de mí para no perderme entre los codazos y manotazos que buscaban hacernos a un lado. Abriste paso entre la tormenta, llevándonos a ambos hasta donde se encontraban ahora Kit y Ron.

Se mantuvieron al margen del repentino terror que recorría a quienes estaban dentro de la casa. Alcé la mirada en dirección al techo, descubriendo que el humo empezaba a marcar presencia por ahí. La rapidez con la cual llegó logró asustarme hasta a mí, aunque no lo suficiente como para perder el control.

Fue entonces cuando algo nos separó.

Un tirón justo, en el momento exacto.

Alguien tomó la mano que tenía disponible y tiró de ella, algo que no esperábamos que suceda.

Fue tan rápido que apenas pude reaccionar, pero me vi envuelta en unos brazos que no eran los tuyos. La gente seguía empujándonos y te perdí de vista, aunque noté que volviste a mirar atrás en cuanto descubriste que nos habíamos separado.

El aroma familiar que llegó a mis fosas nasales heló mi sangre a tal punto que hizo que todo lo que nos sucedía alrededor pasara a segundo plazo.

Era él. Otra vez él.

—¡Suéltame!—empecé a gritar, pataleando para zafarme de su agarre. No hacía falta que lo viera, podía reconocerlo incluso por la forma y fuerza con la que creía tener el derecho de retenerme—. ¡Andrew! ¡Ayuda!

La desesperación con la que grité tu nombre ayudó a que me encontraras, alzaras la cabeza y me hicieras saber que podías verme. Que estabas acercándote en la medida de lo posible, pero que la fuerza de las personas que luchaban en tu contra te detenía.

Por mi cuenta, yo seguí pataleando a pesar de saber que no tenía cómo luchar y ganar contra quién me sostenía. A ese punto, ya me había elevado un poco del suelo, lo suficiente como para que mis pies no lo tocaran, y estaba arrastrándome consigo hacia atrás, alejándose de la gente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.