La muerte del amor

Capítulo 40 · Tomó todo eso y lo llamó amor

XL

MARLENE

Ese mismo domingo a la noche recibí un mensaje de Donny con todas sus indicaciones sobre qué debía hacer para empezar a prepararme en la Academia para rendir y conseguir la beca. Se sintió como una bajada al mundo real, si debo serte sincera. Después de todo lo que sucedió ese fin de semana, detenerme a pensar un segundo en mi propia vida parecía lo último que iba a tener tiempo de hacer.

Recordé entonces lo que había encontrado en casa de mi abuela, el dije con forma de copo de nieve. Lo tenía puesto y ni siquiera me había dado cuenta hasta que me vi frente al espejo del baño, cuando iba a lavarme los dientes.

Cada vez que me reencontraba de esa forma parecía que veía a otra persona donde debía estar yo.

Nunca entró en mis planes enfrentarme a Rager una segunda oportunidad, pero él siempre encontraba la forma de volver. De cagarse en mí como hizo cuando peor me sentía.

Por eso no me sorprendió escuchar mi celular. Era una llamada de un número desconocido que casi recordaba de memoria de tantas veces que lo borré y luego volví a guardarlo.

Sabía que era de él y aun así contesté.

Ni siquiera el pasar del tiempo me dio la fuerza de luchar contra lo que Rager representaba para mí.

Mamá estaba encerrada en su habitación haciendo quién sabe qué, pero no era plan de que me escuchara. Tomé mi celular y salí al patio trasero mientras miraba la pantalla esperando que dijera algo, que ladrara como solía hacer.

Quería arrojar mi celular lejos, enterrarlo en el pozo más profundo de la tierra de ser posible, pero no podía. Cuando intentaba convencerme de que era yo quien tenía la fuerza de voluntad, el poder y el control, llegaba él para recordarme que no era así. Que esa Marlene que le permití conocer seguía dentro de mí, teniendo miedo y siendo lo suficientemente sumisa como para no levantarle la voz a nadie que le faltara el respeto.

—Mimi, tenemos que hablar—dijo él al cabo de un rato.

Parecía que llevaba esos minutos esperando a que cortara la llamada, y que al descubrir que no lo haría decidió decir la primera estupidez que se le vino a la cabeza. Así era Rager, en especial conmigo. Quería asegurarse primero de que me tenía en la palma de su mano para después aprovecharse de ello.

El hecho de que volviera a llamarme por el patético apodo que me puso solo me hizo sentir peor de lo que ya me sentía.

—No tengo nada que hablar contigo—repliqué con frialdad, abrazándome a mí misma.

El patio trasero de casa era diminuto. El césped estaba tan seco que ni siquiera era verde, y lo único que entraba era un pequeño tendedero para colgar la ropa. Candy se lo regaló una vez a mamá, pero ella nunca lo usó hasta que yo vine a casa. Me vi entonces obligada a hacerme por primera vez cargo del limpiado y secado de mis prendas, descubriendo cuánto se puede odiar colgar la ropa húmeda en el frío invierno.

—No seas así, nena.

Percibí el alcohol como si pudiese estar presente en su voz, en la forma con la que hablaba, haciendo pausas innecesarias.

—¿Estás borracho?

La misma historia de siempre se repetía.

—Estoy felizmente drogado—declaró entre risas, pero no era un chiste—. ¿Qué, ahora si vas a querer hablar conmigo?

Deseé tenerlo en frente para poder patearle justo en la entrepierna por el descaro, pero en lugar de eso lo único que pude hacer fue sentarme sobre el escalón que separaba la puerta del resto del patio.

—Dime que no estás conduciendo—solté, recordando la cantidad de veces que con anterioridad me hizo lo mismo.

Pero él solo se reía.

—Bueno, Mimi, estoy sobre la motocicleta de camino a tu casa, si eso te parece conducir—contestó, haciendo rugir el motor para que pudiera escucharlo—. Puedo pasar y quedarme un rato hasta hacer que dejes de extrañarme, si te parece.

Sin que me diera cuenta, estaba llorando.

—Para, por favor—rogué—. No me hagas esto, Rager.

Lo miserable que me sentía tras darme cuenta de lo mala persona que era para ti terminó combinándose con miles de otros recuerdos, cada uno de ellos catastróficos.

La Marlene que él recordaba se lo habría permitido. Creo que incluso habría estado ahí para recibirlo con los brazos abiertos y el corazón en la boca del susto que me generaba pensar en que algo le sucediera. A él nunca parecía importarle el peligro, hacía lo que quisiera a pesar de eso y pocas veces se detenía a arreglar el desastre que dejaba detrás.

Él la pasaba bomba mientras yo moría.

—Cierto, si ahora te conseguiste a otros tres. Un rubio, un negro y un agresivo, todos del tipo que te gustan—pasó a la parte de atacarme, de recordarme que todo lo que hacía estaba mal y era para jugarle en contra—. ¿Te cogen bien? ¿Mejor que yo al menos?

Para esas alturas ya ni siquiera era capaz de ocultar los hipidos del llanto que descendía en forma de lágrimas sobre mis mejillas, por lo que él mismo debía de haberlo estado escuchando. Sin embargo, no aflojó ni un poco. Hasta parecía contentarle darse cuenta de cómo me ponía.




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