La muerte del amor

Capítulo 45 · Seré su ruina

XLV

MEGARA

No lo hacía por Hades.

No lo hacía por Dante.

Ni siquiera lo hacía por ti.

A esas alturas, la única persona por la cual hacía todo era por mí.

El pelirrojo se aburrió con rapidez de la tortura física. Los latigazos a mi espalda no fueron pocos ni tampoco faltaron mis gritos de súplica, la mayoría de ellos pedidos como demanda para satisfacer a quien aseguraba ser mi dueño. Llegó un punto en el que la venda que cubría mis ojos bajó a mi boca, permitiéndome morderla para ahogar el dolor que sentía en todo el cuerpo.

Nadie lo estaba disfrutando, pero era la prueba de valor que necesitaba atravesar para conseguir que Dante confiara en mí.

Tuve tiempo para pensarlo. Tiempo de sobra, he de decir. Los minutos se sienten como siglos cuando lo único que eres capaz de sentir es dolor.

Pero Dante se aburre rápido de todo, incluso de torturar a chicas indefensas.

Pasó a la segunda fase con rapidez, como si la primera no hubiese sido suficiente.

Ordenó a los suyos a que trajeran la copa de oro, la dichosa copa del veneno.

Carecía de fuerzas cuando lo vi aparecerse frente a mí, tan natural como si lo que estuviese sucediendo no fuese por completo una locura. Apenas era capaz de sentir mis propias extremidades, y estaba segura de que la sangre salía a montones pero se acumulaba en la carne machucada y chamuscada por los latigazos.

Mi ser entero ardía, pero ni siquiera eso le bastaba.

—Bebe—me ordenó.

Miré el fondo de la copa. El líquido que contenía era negro, tan oscuro como la noche misma.

Pero mis energías se redujeron a cero. Podía sentir cómo mi cuerpo entero temblaba, cómo fallaba la coordinación que requería el moverse ante las peticiones de un excéntrico ser. Se estaba pasando, era consciente de eso. Todo su desprecio estaba puesto en escena, presente en el Tártaro como si fuese el aire mismo en esencia.

Quería respirar, pero era incapaz. El más mínimo movimiento se convertía en el infierno, por lo que solo podía permanecer inmóvil mientras sollozaba.

Estaba postrada sobre mis propias rodillas, la única zona de mi cuerpo a la que no le había permitido el acceso a Dante. Aunque podía mantenerme erguida, el ardor era tal que sentía la necesidad de desplomarme. Si no lo hacía era porque comprendía que, de hacerlo, todo sería peor.

—Vamos, bebe—siguió instándome el pelirrojo.

Con dificultad, alcé la mirada para verlo. Estaba frente a mí, extendiendo la copa para acercarla a mis labios. Quería entender, ver una razón por la que todo eso valía la pena, pero estaba tan perdida que no fui capaz de encontrarla.

—No—me negué.

Pero él insistió.

—Serás patética—se burló con maldad—. Bebe. Hazlo o no hay trato, Megara.

Temblé un poco más, a veces por el frío y otras por el dolor. Cerré ambos ojos por un instante, sintiendo que las lágrimas eran tantas que apenas podía verlo con claridad.

—Mátame si quieres—sollocé, poniendo todo mi empeño en que pudiera entender más de dos palabras—. Aprovecha y mátame antes de que yo pueda matarte a ti, hijo de puta, porque te juro que lo haré. Disfrutaré de verte pedirme piedad. Te lo prometo, y créeme cuando digo que yo nunca, nunca miento.

Una oscuridad abrumadora me controlaba. Tenía la mente tan metida en el asunto que solo era capaz de volverme una más de ellos, una que tiraba de la cuerda en busca de romperla o tensarla hasta el infinito. Tenía que hacerlo así, o al menos eso sentía. No podía permitir que Dante, ni ningún otro amo, me pase por encima. Tenía que demandar. Tenía que defenderme con uñas y dientes de ser necesario. Ya le había dado lo que pedía, ya tenía lo que necesitaba de mí. Que siguiera necesitando más ya era parte de un show que yo no pensaba protagonizar.

—Estaré aquí esperándote, preciosa—contestó Dante con suficiencia, poniéndose de pie y vertiendo todo el contenido de la copa sobre mi cuerpo—. Terminamos por hoy, Megara, pero a esto le queda mucho tiempo. Ahora, llévensela.

La desazón proveniente de mis entrañas me llevó a gritar del dolor cuando sentí ese espeso líquido cayendo sobre mis heridas, causando un ardor similar al que me habría generado que tirasen sal o limón. Mordí la tela que antes era una venda, chillé y me removí, pero nada fue suficiente como para complacerme.

Un par de brazos ajenos se aferraron a los míos, levantándome y tirándome. Estuve forzada a moverme, a ser llevada por cuerpos diferentes al mío. Todo fue confusión mientras avanzaba sin ver hacia dónde era llevada, hasta que de un momento a otro la oscuridad absoluta me rodeó.

Estaba encerrada.

Atrapada dentro de cuatro paredes.

Un cubículo diminuto, el lugar en el que Dante encerraba a quienes torturaba.

No importó cuánto gritara, cuánto pataleara ni cuándo pidiera ayuda. Nada sirvió, nadie vino y en definitiva nadie iba a estar para salvarme. Hades lo ocultó a la perfección, omitió los detalles de eso que iba a tener que hacer para que Dante pueda confiar en mí. Por eso era enteramente mi culpa, no tenía manera de negarlo.




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