La muerte del amor

Capítulo 47 · ¿En qué nos estamos convirtiendo?

XLVII

LOUIE

Nosotros no jugábamos con algo simple, nosotros elegimos incendiar el mismísimo infierno y esperar que eso sea suficiente como para librarnos de él.

Pero no, no lo era.

La peor parte de todo es que tenías razón, sí que disfruté de ver a Dante en la posición en la que lo tuvimos aquella tarde. No me da pena confesarlo, en especial porque era su culpa que tú estuvieras en ese estado. Quería llevarte a un hospital o algo luego, incluso pensé en llamar a mamá, pero no me lo permitiste. Dijiste que se curaría con el tiempo, y tampoco me diste la posibilidad de ayudarte de ninguna forma.

Estabas siendo más dura de lo normal conmigo para no dar lugar a que me preocupara, pero más que eso, lo que a mí me mataba era el hecho de que ya no podía alejarte de Catábasis y eso... me volvía loco.

Volvimos a tu nueva casa sin decir mucho. Mi coche se sentía diferente contigo ahí, acurrucada en la esquina del asiento de manera tal que tu espalda no tocara nada. Quisiste sacarte mi tapado y te dejé hacerlo aunque eso exponía todas tus heridas, dejándome verlas. Grandes y profundos garrotazos surcaban tu piel, tornándola de diferentes tonalidades de rojo. Dejaste de sangrar en cuanto te limpié, pero no encontramos hielo para desinflamar la herida.

No era del todo agradable, pero lo aguanté porque solo así estabas bien.

Llegamos y Lía ya estaba durmiendo. Eran las once y algo de la noche, pero ella era puntual para levantarse a las cinco de la mañana. Procuramos hacer el mayor silencio posible para no molestarla, por lo que nos sentamos en la mesa del comedor, enfrentados, y estuvimos ahí sin emitir palabra al menos ocho minutos.

Aproveché ese tiempo para ordenar mis ideas dentro de mi cabeza, puesto que la cantidad de hechos que tuvieron lugar en el mismo día no dejaban de confundirme. Algo me enfadaba, y era que tuviste la cara de jurarme que jamás te involucrarías en Catábasis y, aun así, lo hiciste. Me mentiste, lo que hizo que una parte de mí se sintiera... traicionada. Estúpida. Ingenua. Por otro lado, eras tú. Y yo no podía enojarme contigo, ni aunque lo quisiera.

—Darcie—me atreví a ser el primero en sacar el tema, despejando una tensión que se volvía insoportable. Apoyé mis brazos sobre la mesa, juntando mis manos para poder distraerme mientras jugaba con ellas. Aunque buscaba la forma de decirte miles de cosas sin llegar a abrumarte, solo pude ser directo—. No somos asesinos, no vamos a cargarnos a nadie allá adentro.

Esbozaste una sonrisa tan oscura que, tan solo por un instante, creí que tenía a alguien diferente frente a mí.

—Tampoco somos los buenos de la historia—repusiste, emitiendo una mueca al acomodarte—. Tú mismo lo dijiste, ¿o ya lo olvidaste? Seré tu villano, el peor que puedas pedir para tu vida.

Que utilizaras la ironía con tanta libertad fue la primera advertencia de que esa conversación tardaría poco en transformarse en una discusión. Agregado a eso, mantener un tono de voz bajo se volvía complicado a medida que la disputa avanzaba, pero aun así tenía que intentarlo.

—Hay un abismo entre ser simples lacayos que siguen órdenes e intentar destituir a los putísimos amos de Catábasis—argumenté, sintiendo la vena de la impaciencia latente en mi cuello. Logré contenerla, deteniéndome a tragar saliva—. ¿Cuánto tiempo llevan planeando esto?

—Un mes—la forma en la que hablabas, en la que ese inexpresivo rostro se dirigía a mí como si ya nada le importara, como si ya nada fuese suficiente para desactivar una bomba a punto de explotar, consiguió confundirme—. O más. Ya no me acuerdo.

¿En qué nos estábamos convirtiendo, Darcie?

—Tenemos que encontrar la forma de salir, no de meternos cada vez más.

—Escúchate un momento, Flynn—mascullaste con una repentina brusquedad, mostrándote alterada y remarcando el nombre que había elegido para Catábasis. Si te importaba. Te importaba tanto que era imposible ocultarlo—. ¿Qué otra opción te parece que tenemos? Ninguna, tú mismo lo sabes. Si no acabamos con el problema, entonces él acabará con nosotros.

—¿A qué precio, Megara?—respondí de la misma forma que lo hiciste tú, copiando hasta el tono para tu nombre.

Hiciste silencio, quizás queriendo marcar una dramática pausa para acentuar tu punto. Una vez retomaste la palabra, sonaste tan increíblemente rota y enfadada que hasta soy capaz de recordar al sol de hoy la oscuridad en tu voz.

—El mundo entero arde y tú vas a intentar apagarlo soplando. No sirve, lo que haces es inútil, y no pienso sentarme a esperar que te des cuenta de eso.

Ahí se acabó mi paciencia.

—Eres increíble—se me escapó a modo de queja, echándome al mismo tiempo hacia atrás en mi lugar para masajearme la sien—. Todo tiene que ser siempre a tu modo, ¿no? Porque siempre se trata de la pobre y triste Marlene, solo ella tiene derecho a cagarse en los demás.

—No vayas por ahí, Louie.

Ni siquiera la dureza en ti pudo detenerme.

La parte de mí que vivía reprimiendo afloró sin filtro alguno al sentirse amenazada, al descubrir que había algo que no podía tener bajo control, y que eso eras tú.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.