LV
DARCIE
La vida volvía a mí cuando estabas conmigo.
La forma en la que tus ojos examinaban cada curva y centímetro de mi piel mientras tus manos lo recorrían esperando memorizarlo, terminaban haciéndome perder la cordura. Desconocer cualquier tipo de inteligencia con la que creía armarme para defenderme de todo lo que significabas. Mis labios te tenían acelerado a un ritmo que solo yo controlaba, al menos hasta que sentí tu lengua rozarse contra la mía y recordé que no era la única de los dos con esa necesidad de dominar al otro.
Contigo era fácil dejar de tener miedo, dejar atrás el terror con el que aprendí a evitar el sufrimiento.
Una mano en mi cuello fue el recordatorio, ese suave pero preciso apretón a los costados y no en el centro, sacándome el aliento.
—Ven aquí—me llamaste, atrayéndome más hacia ti hasta el punto en el que nuestros rostros quedaron enfrentados, uno frente al otro, rozándose entre sí—. ¿Alguna vez te tocaste pensando en mí?
Ese eras tú intentando ser gracioso para molestarme, trayendo una pregunta que yo misma te había hecho alguna vez anterior. Te gustaba eso. Hablarme cuando sabías que no podría responderte. Se me escapó un jadeo incontrolable ante el placentero dolor que ejercías apretando mi cuello, marcando tus dedos en él a medida que me sofocabas sin llegar a asfixiarme. Placer y dolor tomándose de la mano para hacerme desear que apretaras más, así empecé a notar el familiar pálpito en mi entrepierna, exigiéndome saciarlo.
Éramos enemigos y aliados al mismo tiempo. Quería llenarte de besos pero solo para morderte después.
—Siempre lo hago—mascullé como pude, sonriéndote para darte el punto que tanto estabas buscando. Si le ponías ese empeño, lo menos que podía hacer era felicitarte—. ¿Qué te parece si...?—acerqué dos dedos hasta tu bulto, dando pequeños apretones a medida que avanzaba—, ¿...ahora me tocas tú?
—Tengo una idea mejor—repusiste, y te impulsaste tan repentinamente hacia adelante que solo me quedó caer sobre el frío suelo de madera, debajo de ti. Sin embargo, tuviste la rapidez necesaria para sostenerme con tus manos a tiempo, posándome sin que eso me lastimara—. Voy a enseñarte cómo tocarte. Si vas a pensar en mí tiene que valer la pena, y no confío en tus habilidades.
Mi mano presionó por instinto tu erección, deteniéndote.
—Que no sé tocar—bufé, ironizando tus propias palabras.
Tus dedos se aferraron a los bordes de mi ropa interior, corriéndolas a un lado con urgencia.
—No sabes hacerlo como yo, linda.
Temblé al sentir cómo introducías tu mano sin piedad alguna, pasando por debajo de mis bragas para alcanzar mi zona sensible. Llevábamos ya varios meses juntos y todavía me tocabas como si las yemas de tus dedos solo supieran desear cada parte de mi cuerpo. El tuyo era un tacto que yo te permitía, uno del que ganaste el consentimiento casi en forma de regalo. Empezaste a jugar haciendo movimientos tan lentos pero precisos, seguros y malvados. Sabías exactamente el camino a seguir para conseguir que me estremeciera, viéndote por encima de mí con el cabello, ahora algo húmedo, cayendo a ambos lados de tu cara. Dicho y hecho, apreté mis piernas atrapándote así, pero al instante me obligaste a abrirlas pegando tu cuerpo más al mío, acorralándome entre el suelo y tu pecho.
—Ni lo sueñes—susurraste con maldad, entrecerrando un poco los ojos—, ¿ves que tenía razón?
Deslicé mis manos de manera tal que rodearan tu espalda y me arqueé, entrelazando mis piernas a tu dorso y logrando que metieras con más ganas los dedos, conteniéndote para no ir demasiado rápido. Uní nuestros labios en un húmedo beso, empezando a olvidarme del invierno que fuera lo congelaba todo a medida que sentía mis mejillas tornarse de colores cálidos. Poco a poco me guiaste a las llamas, siguiéndome gracias a los movimientos con los cuales tus dedos enviaban corrientes placenteras a todo mi ser.
—Juguemos a algo.
—Ni lo sueñes—repetí, copiando tu tono de voz.
—Sé que va a gustarte—tus labios subieron hasta la punta de mi nariz, besándola con delicadeza—. Confía en mí.
Justo cuando pensé que con los dedos hacías magia, recordé que con la lengua era otra historia completamente diferente. Juntaste mis dos manos y las colocaste debajo de mi espalda, mirándome luego como diciéndome «las sacas de ahí y duermes en el sofá». Con un solo dedo, separaste de nuevo mis piernas y fuiste descendiendo por mi abdomen dejando una serie de besos. A medida que ibas bajando, el tacto de tus labios contra mi piel se volvía un poco más intenso, logrando que lo que antes era un tonto cosquilleo, ahora se volviera un despropósito.
—Quiero que cuentes del uno al diez—ordenaste, alzando por un solo instante la cabeza para mirarme a los ojos—. Por cada número que consigas decir bien, con firmeza, te compensaré. Si llegas hasta el diez, tú ganas. Si acabas antes, gano yo.
Brillaron. Sé que tu mirada lo hizo. No solo con avaricia, sino también con la total seguridad de que ganarías. Aun así esperaste. Lo hiciste, pacientemente, en busca de saber si aceptaba o rechazaba el reto.
—Uno—empecé.
Vi cómo sonreíste. En ese exacto instante, te colocaste justo sobre mi clítoris y empezaste a jugar con él solo con la lengua, succionando cuando era conveniente, con una lentitud que enloqueció la vibración que subió por toda mi espalda.
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Editado: 21.11.2021