La muerte del amor

Capítulo 57 · Esa asquerosa caja

LVII

FLYNN

Tuve que ahogar mis emociones hasta que Bash se fue a su puta fiesta. Mi manera de callarlo y evitar que hiciera preguntas se redujo a esconder la caja debajo de mi cama, mirarlo sin ninguna emoción en el rostro y escupirle:

—La llave de mierda está sobre tu escritorio. Siempre estuvo ahí.

En cuanto descubrió que no mentía, perdió todo su interés en mí. Cambió sus sucias ropas por prendas de marca, esperó a que Jennie le avisara que estaba abajo, y se fue sin despedirse. Bash nunca lo hacía. Yo me quedé con el corazón estancado en mi garganta, viendo cómo la pantalla de mi laptop se iluminaba al recibir una notificación. Eras tú, llamando.

No podía no atender. Tenía que estar ahí, aun cuando mi cabeza se llenó de interrogantes y miedos, demonios a los que creí dar muerte hace ya mucho. Sin embargo revivieron, despertaron todos y cada uno de ellos, listos para volver a hacerme la vida imposible. Caminé hasta quedar frente a mi escritorio, senté mi culo en la silla y acepté la llamada sin pensármelo dos veces.

—¿Louie? ¿Estás bien?—fue lo primero que me dijiste, acercando tu cara a la cámara—. Te veo algo pálido.

Un mar de emociones se alzó en mis entrañas, revolviéndolas hasta hacerme sentir que quería vomitar. Cuando intentaba callar las diversas voces que me advertían que algo estaba sucediendo, más alto parecían gritarme.

—Por Dios, Andrew—escuché que resoplabas, mientras yo dirigía mis ojos hasta la pantalla para verte por primera vez después de meses de distanciamiento. Nada parecía cambiar mucho, pero me sorprendía cómo descubría solo de ese modo lo separados que realmente estábamos—, nunca te vi tan destrozado como ahora, y eso que ni siquiera estás aquí.

Estabas tal y como recordaba. El cabello revuelto, una línea perfecta que dividía tu cabello en dos mitades, la blanca por un lado y la negra por la otra. Aprendiste a mantenerlo tú sola, Bailee te enseñó, pero decías que en cualquier momento volverías a tenerlo por completo de negro. Por detrás de eso, justo en tus alargados y cansados ojos, encontré los vestigios de una tristeza con la cual no encontré la manera de lidiar.

—Tú tampoco te ves mejor—bufé, exhausto.

Tenía que ponerme la máscara de persona a la que nada le pasa. No podía alterarte con algo que todavía yo no entendía a qué venía. Después de todo, la posibilidad de que fuese una broma, un error o incluso una mentira, seguían vigentes. Quise creer que podía, más bien debía, solucionar eso por mi cuenta. No involucrarte. Evitarte más problemas de los que ya tenías con respecto a Catábasis.

Me obligué a sacar todo de mi mente, desde las fotografías, las palabras de Bash, hasta su aroma. El perfume que creí que jamás volvería a percibir, pero que sin embargo parecía haberse impregnado hasta en mis ropas.

—Será porque no lo estoy.

Intenté hacer una broma, una que en mi cabeza sonó mejor que en la vida real:

—Mientras no sea una crisis, todo está bien.

—Lou, mi vida entera es una crisis—replicaste, echándote hacia atrás en tu silla y encogiéndote de brazos. Por primera vez, pareció molestarte mi comentario a pesar de no ir en serio—. No quería... mierda, de verdad quería que hoy sea un buen decimomesiversario, pero no puedo.

Estabas en tu habitación a oscuras, sola. Alzaste ambas manos y te las llevaste a la cara para impedir que te viera. Supe que estabas sensible en cuando comprendí que llorabas, dándome cuenta de las pocas ocasiones en las que te vi hacerlo. Ambos odiábamos llorar en frente del otro, pero ser quien tenía la obligación de decir algo para calmar las penas cuando yo mismo estaba también dentro de una crisis... bueno, me superó.

—¿Qué sucede?—repliqué, incapaz de ocultar mis emociones en mi tono de voz—. Darcie, no llores, por favor.

—¿Que qué mierda sucede?—me espetaste, sacando las manos de tu cara y exponiendo las oscuras lágrimas que empezaron a marcarla. Te habías maquillado para ese encuentro, algo que llevabas tiempo sin hacer desde que tu madre te echó de casa—. No estamos bien. Esto no está bien.

Fue demasiado. Colapsé.

—Estamos bien, ¿cómo no vamos a estarlo?

—¿Cómo mierda vamos a estar bien si nunca nos vemos?

La pregunta quedó suspendida en el aire, arrasando con cada uno de mis pensamientos en los cuales yo mismo asumí que eso no te pesaba. Que, como yo, eras capaz de entender que era solo parte de una etapa, de un momento en nuestra relación donde quizás debíamos aprender a no estar uno tan encima del otro. Al parecer no, no lo veíamos de la misma manera.

—Si ese es el problema, iré a Gunnhild mañana—repuse, apoyando mis manos en el escritorio para tomar aire. Una punzada de dolor invadió mi cabeza, sobrecargándome de oscuros pensamientos. Aunque intentaba obviarlo, podía ver por el rabillo del ojo que la caja seguía presente, asomando por debajo de mi cama—. Estaré todo el día ahí si eso es lo que quieres.

—No.

Abrí la boca, exasperado.

—¿Y entonces de qué te quejas?

Me miraste como si fuese un completo inadaptado que es incapaz de ver la enorme obviedad que estaba sucediendo.




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