La muerte del amor

Capítulo 59 · Vas a agradecerme

LIX

DARCIE

Separarnos, que vayas a vivir a Ghael mientras yo me quedaba en Gunnhild, no parecía la gran cosa. No al principio. Por eso tomamos la decisión de seguir juntos, aun cuando una parte de nosotros sabía que ya nada sería igual, que no nos veríamos como antes, que todo estaba al borde de cambiar.

Solo que no pensé que sería así. Tan frío y distante.

Ese tiempo, antes de que te fueras, éramos inseparables. Pasamos navidad y año nuevo juntos, hicimos un mini viaje a una ciudad que siempre quise conocer, me llevaste a todas las fiestas a las que antes me aterraba ir e hiciste que me guste salir si es contigo, hasta tuvimos una cena con tu padre en la cual descubrí que tengo el poder de decir que le caí en gracia tanto a Syra como a Jake Anderson. Privilegios de ser increíble, ¿eh?

Hacías que se sintiera fácil y difícil al mismo tiempo.

Era sencillo porque todo era hermoso, cálido e íntimo. Estabas ahí cuando lo necesitaba. Me entendías aunque yo misma no lo hiciera. Eras el único que lo sabía todo, el único con quien llegué a una conexión tal que ya no necesitaba decirte nada para que supieras cómo estaba sintiéndome. Hasta con lo de Kit, no había nadie más en el mundo que comprendiera mejor que tú lo que se sentía haberlo perdido. ¿Recuerdas lo que dijimos, el acuerdo al que llegamos? «Ahora nos toca vivir por él».

Pero entonces te fuiste, y todo cambió.

De fácil, pasó a ser complicado. De hermoso, pasó a sentirse mal. De cálido, era un sentimiento gélido. Y de íntimo... ya no quedaba nada, solo distancia.

Al principio, hablábamos día y noche. Me llamabas de la nada para saber cómo estaba. Decías que no podías dejar de pensar en mí. Me enviabas canciones para que las escucháramos al mismo tiempo. Luego, poco a poco, empezaste a estar cada vez más ocupado, y yo también. De encontrarnos, nos perdimos sin más. Respondías a mis mensajes cada tanto, cuando podías, y así lo que antes eran minutos se convirtieron en horas, y las horas se convirtieron en días, y esos días en semanas.

Fue tan gradual que apenas me di cuenta.

¿Sabes cuándo fue el momento en el que casi lo supe, pero de igual modo decidí negarlo? Es tan estúpido pensarlo que hasta me da vergüenza que lo sepas, pero el día que aprobé mi primer examen de la universidad, estuve a punto de llamarte.

Pero entonces recordé que el día anterior lo había hecho, y no habías contestado. Luego me llegó tu mensaje de disculpas, diciéndome que estabas en clases. Nuestros horarios tampoco coincidían.

No estabas ahí ni físicamente, ni de ninguna manera.

Solo no estabas, y eso se sentía muchísimo.

Intenté acostumbrarme, pero no podía dejar de extrañarte. Después cumplimos diez meses, hicimos esa videollamada de mierda y se me escapó todo, ya no pude seguir evitándolo. Lo guardaba porque te veía bien, a ti nada de eso te afectaba, ¿por qué iba a tener sentido que a mí sí estuviera matándome por dentro?

Ese sábado a la noche, el día después del cementerio, Becka me obligó a salir con ellos de fiesta. Dijo que los exámenes siempre pueden esperar pero la juventud no, o algo así. Y la verdad es que logró convencerme solo porque estaba débil, triste y apagada. Le seguí el paso, me maquillé como antes, volví a sentirme linda y disfruté junto a los mellizos una de esas locas fiestas de universitarios. Fue diferente a lo que esperaba, a lo que veía en las películas, pero aun así me divertí y terminé bastante borracha cantando canciones de desamor mientras pensaba en ti.

La peor parte fue cuando me puse a llorar porque a algún cantante hijo de puta se le ocurrió escribir una canción que me recordó a nosotros. Merin se me acercó cuando vio que lloraba, le dijo a Becka algo que no llegué a escuchar, y después me llevó de regreso a la residencia.

Al día siguiente, cuando amanecí, lo hice solo porque alguien llamaba a la puerta con golpes agresivos. Abrí los ojos y busqué a mi alrededor, desorientada, algo que me fuera familiar para recordar qué carajos pasó la noche anterior. No había ni rastro de Becka, mucho menos de Merin. La habitación estaba como la dejamos antes de salir, la ventana cerrada y un montón de ropa tirada por todos lados. Ambas éramos bastante desordenadas. Si volví a la tierra fue porque quien estaba fuera seguía insistiendo, tocando la puerta en repetidas ocasiones, pero con cierta desesperación.

Pasé por delante del espejo para revisar mi estado, pero en cuanto vi lo deplorable que me veía supe que no me alcanzarían las décadas que necesitaba para solucionarlo antes de tener que hacerme cargo de abrir la puerta. Así que caminé los dos pasos que me quedaban, tomé aire y comprobé quién mierda molestaba un domingo a la mañana.

Resultó ser que ya era mediodía y que, para empeorar las cosas, del otro lado estaba la tutora que nos tocó junto con Becka. Tenía un libro que sostenía contra su pecho, el cabello recogido y su sonrisa de persona que adora los domingos.

—Marlene Grace—anunció, tomándose un segundo para reconocerme con seguridad—. Llevo al menos media hora llamando a tu puerta. ¿Todo está bien?

Asentí, todavía algo dormida. Su sonrisa pareció ensancharse, solo por cordialidad.

—Ya veo, los ingresantes siempre terminan igual luego de sus primeras fiestas—comentó, mirando un poco hacia el interior de mi habitación—. Venía a avisarte que abajo hay un muchacho preguntando por ti. No se le permite el ingreso, como debes saber, pero lleva toda la mañana insistiendo. Dijo que se llama...—arrugó un poco el ceño, como si le costara recordarlo—. Andrew Anderson, ¿puede ser?




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