La Muerte Escarlata (retelling de la Caperucita roja)

Capítulo 1

LA MUERTE ESCARLATA

La muerte es dulce; pero su antesala, cruel.

                                         (Camilo José Cela)

 

El estruendoso cielo le hacía creer que la acompañaba en su angustia, sus pies que horas antes calzaban unos hermosos zapatos de tacón de aguja, ahora estaban descalzos, llenos de barro, hojas secas, con cortaduras, chimones y raspones, en su cabeza solo veía la imagen de la mujer que le sonrió por primera vez desde que tiene uso de razón.

Aquella que le había dado la vida, una de la que en ese momento huía como si su vida dependiera de ello…y es que así era, su vida dependía de ello.

Casie Red, siempre rebuscaba entre sus recuerdos una sonrisa sincera, palabras de amor y ánimo por parte de su progenitora, pero lo único que encontraba era desprecio, reproches, gritos, y muchos bofetones. ¿Qué culpa tenía ella? Mucha, según su madre.

Siempre se regañó a sí misma por buscar lo que jamás encontraría, negaba ante su subconsciente quien era el que no perdía las esperanzas de encontrar el punto exacto en el que todo se rompió, y poder repararlo.

Lo que ella ignoraba, es que ese punto se rompió justo, cuando ella nació.

—¿Estás bien cariño? —preguntó su Abu, como Casie, solía llamarla su abuela materna, tenía ese tono tan tierno que atraía en el instante de conocerla.

—Cla… claro Abu, solo estaba observando el paisaje—Abu, Fijó la mirada en la imagen que la cámara mostraba para tener una mejor idea a lo que se refería su nieta.

—Supongo que el cartel de condones de sabores, para penes sensibles es muy interesante —no pudo esconder su sarcasmo ante el evidente descarrilamiento mental de su nieta, la conocía demasiado bien, desde que se hizo cargo de su crianza notó como su lastimada nieta se perdía en algunos recuerdos pasados.

Casie, solo resopló, sabía que tratar de hacer que cambiara su comentario era una pérdida de tiempo, su Abu, tenía razón, —siempre la tenía—. Acomodó el diminuto audífono en su oído y apagó la cámara para poder escuchar con mayor nitidez.

—Tu objetivo está por salir. ¿Estás lista?

—Nací lista.

Al siguiente segundo, la chica de veinticinco años, de cabellos escarlata como la sangre misma, apretaba el gatillo para que la bala fuese a impactar a la cabeza del truhan, asesino y violador más buscado de la ciudad, uno de tantos.

Storyland; una ciudad peculiar, donde pasaban las cosas más extrañas que te puedas imaginar.

—Sal de ahí, ahora —la apresuró su Abu, las ratas no tardaron nada en darse cuenta de lo sucedido, y como siempre, Casie se detuvo a observar por diez segundos, ese mismo tiempo que esperaba desde que mató por primera vez.

Le gustaba observar lo que causaba, llamaba la atención con tan solo un disparo. Todos los aliados de sus “víctimas” sacando sus armas, alarmadas viendo de un lado a otro, corriendo para buscar al causante.

—…5, 4, 3, 2 ,1

Red, tomó el rifle Dragunov (SVD), lo desarmó por completo con total precisión, lo metió en su estuche y lo cargó mientras caminaba con rapidez y cautela, bajando los escalones, al llegar a la salida, se puso su capucha roja para ocultar su largo y rojo cabello, que brillaba como llamas con el reflejo del sol.

Lo que ellas ignoraban, es que una sombra la seguía desde hacía seis meses, esa misma que la seguía en ese instante, esta vez mucho más cerca que las veces anteriores.

Y es que el rumor de que una llamarada de fuego era la causante de tantas muertes, alertó a Leonard Wolf, un agente del FBI y el mejor investigador en el departamento de homicidios.

La llamarada de la muerte, como otros agentes la llamaban.

Casie, siguió caminando sintiendo la misma presencia que sintió meses atrás, su abuela pensó que era paranoia de su nieta al perderse en sus lagunas mentales, pero esta vez las cosas eran diferentes, el hombre al que Red asesinó, no era más que un conejillo de indias.

La mirada de ella tras la capucha se posicionó a la derecha, donde dos hombres compraban en un carro de hot dog, pero que ella había visto horas antes de subir al edificio, ambos la observaron con suspicacia.

En el puesto de periódicos aún estaba esa mujer vestida de enfermera que calzaba unas botas, muy incómodas para el trabajo que finge ejercer.

Sonrió al ver al mismo hombre sentado en la banca del pequeño parque.

—Son ellos Abu —habló por el auricular—, son tan imbéciles que creen que no me daría cuenta que desde hace tres meses me siguen a mis misiones.

La sonrisa de ella reflejaba sus intenciones. Siguió caminando, se desvió hasta cruzar el parque, adentrándose en el bosque.

—Esto será pan comido…

Antes de poder darse la vuelta, una mano la sujetó por detrás tapándole la boca, un brazo aprisionaba su cintura pegándola a su cuerpo, uno bastante grande y musculoso, sintió mareos, reconoció de inmediato ese desagradable olor, cloroformo.




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