La Muerte Escarlata (retelling de la Caperucita roja)

Capítulo 3

El corazón de Casie se estrujó al escuchar lo que siempre temió, ella sabía el destino que le deparaba si no escapaba, si no lograba salir de ese lugar, ese en donde su madre la había metido. El aferrarse a la vida y la libertad, fue lo único que la motivó a lanzarse del auto en marcha y caer por un barranco, fue inteligente al encontrar una pequeña, pero importante oportunidad, logró meter sus dedos en los ojos del hombre que  llevaba a su derecha y consiguió quitar con rapidez el seguro, no lo dudó y se lanzó con el auto en marcha, rodó varios metros y se estabilizó lo antes posible, sus hermosos zapatos quedaron tirados sin saber dónde, no se preocupó por sus pies descalzos que se lastimaban con cada paso que daba, corrió hasta atravesar el bosque que ya conocía, gracias a que su madre Débora, la enviaba a casa de su abuela para llevarle lo que ella pensaba, eran pasteles.

—¿Cómo sabes que yo escapé de algo?

—Nada se nos escapa. Los agentes que te investigaron antes y que tienen conexión con tu abuela, dejaron una muy buena información, ya te lo dije, llevo seis meses detrás de ti, sé todo lo que necesito saber de ustedes, es por eso que necesito de tu ayuda, sin que tu abuela lo sepa.

—Imposible, no hago nada que mi Abu no sepa.

—¿Cómo meterte en el club de los gemelos? —Casie se tensó, era su secreto culposo, meterse en el club de los hermanos H/G, donde podía no solo ver, sino también tocar cuanto ella deseaba. Era renuente ante el contacto masculino, no, si no era ella la que tomaba el control de todo. Ni su abuela lo sabía. Casie necesitaba tener sus propios secretos.

—O quizás el casino al que vas disfrazada para apostar a más no poder.

—Bien…

—O los trabajos que haces como horas extras, esos raros asesinatos a sangre fría que…

— ¡Bien!, dije bien. Ya entendí, bastardo hijo de perra. ¿Qué es lo que quieres?

—Quiero que me entregues a Débora, tu madre.

Trató con mucho esfuerzo de ocultar el horror que le provocaba la sola mención de su verdugo, su propia madre. Débora, una mujer sin corazón de no ser por su abuela, hubiese muerto al instante de nacer, ya que las intenciones de su progenitora era asesinarla.

Ella la culpó por la pérdida de su amor. El padre de Casie las abandonó al enterarse de que había dado a luz una niña y no un niño, quien sería el heredero de su imperio.

Débora la detestó desde ese instante, su rencor hacia su propia hija se fue intensificando mientras ella crecía, lo peor de todo, es que el parecido con su padre era un cuchillo atravesando su espalda. Esos cabellos rojos como llamaradas de un fuego vívidos, sus ojos azules y esa piel como porcelana, eran un recordatorio de que el amor de su vida jamás regresaría a ella, la culpó hasta de deformar su cuerpo, no quedó la misma mujer esbelta, por más que ella se esforzara por regresar a su figura fina y delgada, después del embarazo sus caderas se ensancharon más y su cintura aumento un par de tallas.

 La infancia de Casie no fue del todo tranquila. Gracias a que Débora era la amante de su padre, siempre la tacharon de bastarda, como su madre no se preocupaba por sus cosas, debía vestir los únicos harapos que podría conseguir de vecinos con buenas intenciones, a pesar de que Débora, vestía siempre con las mejores galas.

La sucia, le decían, la sucia bastarda.

Cuando creció, las cosas fueron cambiando. Al huir y desaparecer del mapa gracias a su abuela, asesinó a ese chico que la molestó durante mucho tiempo, para su fortuna, el tipo se había convertido en un ladrón que asaltaba y asesinaba sin piedad.

Es por eso, que no dudó en apretar el gatillo, la sonrisa se le ensanchó en el rostro de pura satisfacción, cuando la bala impactó en la cabeza de ese bastardo, vio como atravesaba su cabeza salpicando de sangre el piso de inmediato, observó sin parpadear, la expresión de desconcierto instantáneo, plasmado en el rostro, notó en sus ojos como la vida de este, se iba apagando poco a poco.

Casie, no sabía lo malévola que podía ser, asechando en las sombras, observando a su presa cual lobo hambriento. Verlas ahí, caminando como si nada malo les pudiese pasar, sonriendo al ver la serenidad de ellos, no imaginándose que su último respiro, estaba en manos de ella.




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