-¿Puedo quedar este sábado?
-¿No crees que es demasiado pronto?
-Okay...
-¿Puedo quedar con mis amigos para comer?
-¿Y si la comida tiene un efecto malo con tu medicamento?
-Vale, esperaré un poco más...
-¿Puedo quedar?
-No, cariño, por favor...
-¿Puedo-
-No.
Una evolución muy extraña, pero entendible. Desde que salí del hospital, todos han estado cuidándome más de lo debido, queriendo que solo consuma la comida que prepara mi madre y sin dejarme sola ni un segundo por si me desmayo, aunque el médico les ha asegurado miles de veces que eso no pasará. No puedo quedar, no puedo salir de mi casa si no es para ir al instituto. Si no aviso a mi madre de que sigo viva cada hora le da un ataque y entra corriendo a mi cuarto. La entiendo, pero es demasiado. Puedo cuidarme sola y estar encerrada me está matando más rápido que la enfermedad.
-Mamá- le llamo con seriedad, rezando porque esta vez me escuchase.
-¿Si, cariño?
Sus ojos color miel como los míos, llenos de amor, ocultando sus verdaderas preocupaciones, me miraban, no solo eso, me analizaban. Observaban los míos buscando algún rastro de dolor, de angustia, listos para reaccionar y llevarme al médico lo más rápido posible. Suspiré con pesadez. Ahí estaba yo, apunto de decirle a una madre que dejase de proteger a su hija por lo menos durante una tarde.
-Me gustaría salir- sentencio, sin duda, pero con miedo.
Su mirada se transforma a una desesperada, buscando alguna excusa para no dejarme explotar su burbuja de protección. Su reacción me mata, me duele, pero acabaría odiando mi vida si no hago algo con ella.
-Pero...
-No, quiero salir y voy a salir- digo todo lo segura que puedo, intentando que entienda que esta vez no voy a dar un paso hacia atrás.
-Cariño, sabes que te quiero y...
-Por eso, deberías dejarme salir, de verdad, lo necesito, solo será un paseo, media hora, nada más, por el parque de siempre, me lo conozco de memoria, no me perderé, por favor- suplico, es lo único que me queda.
-Está bien- suelta un suspiro entrecortado y baja la cabeza- puedes irte.
-Mamá...- me acerco a ella con cuidado y le obligo a levantar la mirada, mostrándome sus ojos cristalizados, con dolor y miedo- yo también estoy asustada, moriré en cualquier momento- algo dentro de ella se rompe en ese momento, pero sigo, porque si no lo hago, nunca más podré decirlo- quiero vivir el poco tiempo que me quede ¿comprendes? No vas a alargar mi tiempo junto a ti teniéndome encerrada.
-Lo se, pero- el primer sollozo resuena por toda la cocina junto a su acelerada respiración, a punto de consumirse- se supone que tu debes enterrarme a mi, no al revés- medio grita rozándome la mejilla.
-El mundo es injusto a veces, pero es lo que nos toca vivir y debemos aceptarlo, llegaré pronto, solo quiero respirar aire libre, después comeremos lo que quieras y veremos alguna película, como siempre- le sonrío de lado, segura, intentando pasarle mi fuerza.
Con cada mirada, cada respiración llena de dolor, siento como se calma, comienza a secar sus lágrimas aún con la nostalgia presente en sus facciones.
-Te quiero mucho.
-Y yo a ti.
Le doy un beso en la mejilla, una última sonrisa y con el móvil en la mano abro la puerta de mi casa, dispuesta a irme, sin mirar atrás, porque se que si lo hago, volveré para darle un abrazo y me quedaré ahí hasta que ella se duerma con las palomitas a medio terminar. No, debo hacerlo, debo seguir adelante o nada cambiará, debe acostumbrarse. No hay que vivir con miedo.
Paseo por la calle que me trae tan buenos recuerdos, mirando cada esquina, cada muro lleno de rayas hechas por los niños pequeños, muchas de ellas mías. Mi infancia, mi adolescencia y mi futuro, son cosas que me aterran y me hacen feliz a la vez, aunque no tendré esto último, o al menos no será muy lejano.
Cuando llego al parque, me siento en el banco que hay a un lado del pequeño lago, junto a un árbol, mi banco. Miro el horizonte y me doy cuenta de lo tarde que he salido de casa, ya está atardeciendo y serán las ocho casi nueve. No me he traído chaqueta. Paso mis manos por mis brazos descubiertos y siento cierta calidez ante mi propio toque, reconfortante. Me gusta abrazarme a mi misma, me aporta seguridad.
Todo se está yendo a la mierda tan rápido... Y nadie puede hacer nada para pararlo, ni siquiera yo.
-¿Por qué lloras?
Una extraña voz me saca de mis pensamientos y doy un salto del susto. Junto a mi, una chica, tal vez de mi edad, me mira con el ceño fruncido y la nariz arrugada de manera adorable. No me había dado cuenta de que había empezado a llorar, simplemente estaba en mi mundo, mirando los colores del cielo y... ¿Quién es esa chica?
-¿Te conozco?
-No- sonríe de oreja a oreja y se acerca un poco más a mi cuando se da cuenta de que no me voy corriendo de su lado.
-Entonces, ¿por qué me hablas?
-No lo sé- se encoge de hombros- simplemente te ví llorar y me acerqué.
Su flequillo tapa una parte de sus ojos que se achinan cada vez que sonríe. Me mira fijamente y hace muecas raras, como una niña pequeña que imita a una persona adulta riéndose en el proceso. Sin darme cuenta, sonrío. No es nada especial, pero a ella parece hacerle ilusión y pega un grito que me deja algo sorda.
-Perdón- se disculpa entre pequeñas risas- soy algo ¿emotiva?- niega con la cabeza, haciendo que su corto cabello haga un movimiento hipnotizante- no se si esa es la palabra.
-Ahora mismo no se me ocurre otro adjetivo- digo volviendo a mirar fijamente sus ojos, aunque no puedo distinguir su color.
-¿Me vas a decir por qué llorabas?
-No se ni tu nombre.
Eso le hace abrir sus ojos de par en par y extiende seguidamente una mano hacia mi.
-Soy Victoria.
Cojo su mano y las dos nos sonreímos.