La muerte llama a mi puerta

Fracaso

Al día siguiente, no fui.

Al siguiente, tampoco.

Al pasado, menos aún.

Todo por mi maldita enfermedad.

Juro por mi vida, aunque no me quede mucha, que el primer día quería salir, a pesar de todo, solamente era un poco de sangre que podía limpiar con facilidad, pero vinieron los mareos, los desmayos, y no pude soportarlo más. Me duele admitirlo, tal vez no luché suficiente y por ello me acabó derrotando la primera batalla. Me sentí inútil, miserable e impotente porque yo siempre me decía que podría contra todo y ahora estoy en una camilla de hospital esperando por el alta y rezando para que la chica de las estrellas siga yendo a pesar que yo lleve tres días sin ir.

Todo comenzó cuando unas venas que todos tenemos, finas y sensibles, en la nariz, se rompieron, ya que se secaron y la nariz me sangraba cada vez que la tocaba. No me pareció excusa para faltar. Una hora después, la fiebre me subió a 38 y no paraba de estornudar sangre, todo muy asqueroso. Yo seguía queriendo ir, estaba dispuesta a escaparme esa misma noche y llegar a tiempo a nuestra quedada, pero no pude. Nada más me levanté de la cama, la cabeza me comenzó a dar vueltas hasta tal punto que acabé desmayándome y despertando en una habitación de hospital en el que llevo ya dos días en observación

Nadie me ha dicho como estoy, si las medicinas funcionan o no hay mucha esperanza, pero yo lo presiento, los escucho susurrar y nada parece bueno. Todo son sonrisas dentro de mi habitación temporal, pero una vez fuera, puedo oír los sollozos de mi madre y las palabras consoladoras del doctor. Quiero abrazarla, pero tengo miles de cable conectados al cuerpo. Quiero decirle que todo está bien, pero ni yo misma me lo creo.

-Vamos, cariño, tengo la comida ya hecha y mañana deberás volver al instituto- me dice mi madre con la voz algo congestionada de tanto llorar.

Se que lo intenta. Quiere ser fuerte delante mío, pero en estos momento yo soy la única que está siendo fuerte por las dos.

-Si, ya tengo hambre.

Le dedico la mejor de mis sonrisas, una de alguien que no está enfermo y no tiene ojeras de no dormir durante las últimas noches por culpa de las lágrimas que derrama cuando no hay nadie mirando. Le doy un abrazo para que pueda sostenerse en mi por lo menos una vez más.

-¿Le has contado a alguien dónde estoy?- pregunto cuando estamos saliendo por las puertas del hospital.

-No, como tu me dijiste, ninguno de tus amigos lo sabe.

Coge mi mano y ambas cruzamos la calle juntas, como cuando era pequeña y no puedo evitar que mi corazón se encoja ante el gesto.

El resto del camino hacia casa es silencioso, ninguna de las dos se atreve a hablar. Llevo tres días en el hospital y seguramente la próxima vez se alargue unos días más a tal punto que al final viviré ahí con un respiradero siempre en mi boca. No, es mejor no tocar el tema y vivir en la ignorancia de lo que piensa la otra.

Miro la hora nada más tumbarme en la cama e inconscientemente me pongo de pie de nuevo, cogiendo mi sudadera y un libro por el camino y dirigiéndome a mi ventana sin hacer mucho ruido. Antes de hacer lo que tengo pensado, abro de nuevo la puerta y con todas mis fuerzas suelto un grito que espero haya escuchado desde donde sea que esté mi madre:

-¡Me voy a dormir, no me molestes, por favor, no quiero nada de cena!

Con eso, saco mis piernas por la ventana y apoyo mis pies en la rama del árbol que planté con cinco años y que al fin ha crecido lo suficiente como para poder bajar y subir por él. Cuando toco el césped siento como toda la energía que no tenía durante estos días vuelve a mi y comienzo a correr como si la vida solo fuese un día. Cruzo el parque en seguida y llego al banco en cuestión de minutos, rezando por dentro para volver a verle, aunque seguramente ya no estará, sigo teniendo esperanzas.

Contemplo el cielo cuando compruebo que no hay nadie en el lugar y suspiro, cansada por la carrera voluntaria que acabo de hacer. Me siento en el banco y abro mi libro por la página que tengo marcada. Le esperaré, aunque tenga que ser toda la noche, tendrá que venir en algún momento.

Los minutos pasaban y mi lectura se iba volviendo menos interesante que el agua cristalina que reflejaba a la perfección la luna. Una vez leí que la luna se podía representar con la muerte que te llama y te pide que vayas junto a ella, convirtiéndote en una estrella para alumbrar su oscuro cielo. Si yo me levantase y siguiera a la luna hasta el fondo del mar, las metáforas que usaban con ella, serían verdad y yo sería la prueba de ellos. Siento un gran deseo de hacerlo, de seguir su luz blanquecina y unirme a ella de la manera más bella del mundo, pero los ojos miel de mi madre y las risas de mis amigos retumban en mi cabeza como una dulce melodía que me hace volver a mi realidad.

No, no es la solución que debo tomar.

Cuando veo que ya es demasiado tarde y el frío cada vez es mayor, cierro mi libro y me levanto del banco, dándole una última mirada al lago que tantas veces he observado, admirando su gran belleza. ¿Tan malo sería morir aquí?

Antes de irme, dejo un papel con un poema que escribí en el hospital pensando en ella, esperando a que algún día lo lea y sepa que es mío, aunque cabe la posibilidad de que cualquier borracho lo coja y lo use para secarse las babas.

Suelto un suspiro sonoro y me dirijo de vuelta a mi casa, contando los pasos, contando las estrellas, contando el tiempo que me queda en la tierra.

Abrir los ojos y ver blanco, es una clara señal del cielo,

Abrir los ojos y ver negro, es una clara señal de muerte,

Hoy he hecho la dos cosas, mientras me convertía en hielo,

te prometo, que por tu azul lleno de tristeza, seré fuerte.



#21833 en Novela romántica

En el texto hay: romance, amor lgbt, lgbt juvenil

Editado: 25.08.2021

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