La muerte llama a mi puerta

Esperanza

-Espera, espera- contengo mi risa como puedo, queriendo hablar con algo de claridad- ¿me estás diciendo que te cae mal el color azul?

-Exactamente.

Bebe un poco de su batido con una sonrisa angelical, mirándome como si nunca hubiese roto un plato en su vida.

-¡Tus ojos son azules, Vic!

-Irónico, ¿no?

Siento como mi corazón comienza a latir desbocados cuando ella posa su mano sobre la mía, acariciándola como si fuese el acto más normal del mundo y para nosotras, lo es. Ya no puedo recordar las incontables veces que hemos mirado el cielo con nuestras manos unidas, sintiendo el pulso de la otra, igual de rápido. No puedo negar que soy feliz cuando estoy con ella, cuando leo una de sus historias, cuando nos unimos y creamos una propia, las dos juntas, compartiendo sentimientos e ideas que no podemos evitar decirlas en voz alta.

-Me encanta verte reír- suelta sin más, comiendo su magdalena tranquilamente.

-A mi me encantas tu.

Eso hace que se ruborice de una manera exagerada y yo suelto otra carcajada. No se en qué momento me volví tan cursi, antes me daba mucho asco y decía que mi futura pareja debía acostumbrarse a que yo le llamase inútil por cualquier razón, pero ahora... Solo puedo decirle lo genial que es, queriendo que la tristeza de sus ojos desaparezca cada vez que me expongo ante ella. Su sonrisa es todo lo que me llena hoy en día.

Mi tono de llamada suena justo en el momento en el que las dos estábamos disfrutando de un silencio reconfortante junto a un juego de miradas cargadas de amor. Maldigo en voz baja y dejo de fruncir el ceño cuando compruebo que es mi madre quien me llama.

-Dime, mamá.

-¿Dónde estás?- pregunta rápidamente- tenemos que ir al hospital, te toca revisión.

Abro los ojos de par en par y miro a Vic que simplemente observa como un perro está jugando con un niño en el parque al lado de la cafetería donde estamos. Siento algo de tristeza cuando mi madre me dice que me apresure si no quiero llegar tarde y luego cuelga. No quiero irme, se supone que hoy era nuestra primera cita en un sitio distinto al parque. Por una vez queríamos ganar al destino y decidir nosotras cuándo vernos.

-Lo siento- susurro bajando la cabeza sin poder mirarle a los ojos.

No quiero despedirme de ella tan pronto. 

Su mano que aún entrelaza la mía se agarra con más fuerza, haciendo que le mire directamente a los ojos.

-Tranquila, me lo he pasado genial, te lo prometo.

Ella tampoco quiere irse.

-Te lo compensaré- le prometo como puedo.

-¿Cómo?

Suelta una risa nerviosa y yo me inclino para dejarle un beso en la mejilla después de poner el dinero de mi parte sobre la mesa. Le doy un último abrazo y antes de irme las dos sonreímos.

-Te quiero- susurro por primera vez esas palabras y salgo corriendo tanto como mis piernas me lo permiten, sin querer oír su respuesta.

Sigo con el miedo de que no me corresponda, que en realidad solo me vea como una amiga más. No le conozco más allá del parque, no se como se comporta con otras personas o si en realidad trata a todo el mundo como a mi. Tengo miedo de conocerla y darme cuenta de que no soy especial. 

-¡Ya estoy!- grito nada más llegar a casa.

-Pues vamos, que no llegamos.

Las dos nos dirigimos al coche con rapidez, aunque yo no entiendo la prisa de mi madre. Siempre que nos toca ir al médico, ella básicamente vuela, seguramente rezando para que le den buenas noticias sobre mi tratamiento. Ella aún tiene esperanza mientras que yo solo respiro por compromiso. Se que me queda poco, ya ha pasado medio año desde la primera consulta donde me informaron y ya comienzo a sentir los típicos síntomas de la enfermedad. El primero es el exceso de cansancio y el insomnio contínuo. 

-Buenas tardes, señora War- el doctor saluda a mi madre para luego mirarme a mi- hola, Claudia, ¿cómo te encuentras hoy?

Me encojo de hombros con despreocupación. Nunca pienso mucho la pregunta.

-Como siempre, supongo.

-Bien, túmbate y te examinaré.

Comienza con algunas prueba, revisando mi vista, mi sangre, mi memoria y mi movilidad, todo lo que afecta la enfermedad después de un tiempo de ser diagnosticada. También me pregunta sobre las pastillas, si me gustan, si me las tomo tal y como me dijo, si siento que necesito algo más fuerte o que de verdad me hacen efecto y si me siento bien. No quiero mentir, nunca quiero hacerlo, pero delante de mi madre es complicado admitir que cada mañana siento que no puedo mover las piernas hasta pasados unos minutos y me duelen durante horas hasta que ando algunos metros por la calle y me acostumbro. No quiero que se preocupe por mi, pero debo decírselo al doctor para que él sepa lo que hacer.

-Mamá, me traes algo de agua de la máquina, por favor, siento mi garganta algo seca al no haber bebido en casa- le pido con una sonrisa tranquilizadora.

Ella asiente y sale básicamente corriendo de la habitación.

-¿Qué pasa, Claudia?- pregunta el médico con la ceja enarcada.

No es la primera vez que he hecho eso en estos últimos meses.

-Cuando me despierto por las mañanas, las veces que consigo dormirme- no puedo evitar sonreír sarcásticamente, regocijándome en mi suerte de mierda- no puedo moverme, luego me duelen las piernas, después estoy tan tranquila.

-Comprendo- asiente varias veces anotando todo en una hoja- es bastante común que pase todo eso, es más, ya tardaban en aparecer esos síntomas, te recetaré algunas pastillas para que no tardes tanto en comenzar a moverte y que a la vez puedas dormir mejor- apunta algo en un trozo de papel y me lo tiende- deberías decirle todo esto a tu madre, se acabará enterando.

-No, ella aún tiene esperanzas- contesto de inmediato, leyendo los distintos nombres de pastillas que hay anotados, son tres.

Ya me tomo en total 7. 



#25292 en Novela romántica

En el texto hay: romance, amor lgbt, lgbt juvenil

Editado: 25.08.2021

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.