Los relámpagos restallaban por las ventanas iluminando la taberna con su blanca luz. El estruendo fue tal que Tobías no pudo evitar un sobresalto. Ese trueno había sonado demasiado cerca para su gusto.
Igual, el sonido de afuera fue incapaz de acallar el ruido que estaba dentro del lugar. Varios soldados que estaban de descanso ese día tomaban unos tragos y hacían un gran alboroto entre el chocar de las jarras de cerveza, risas y canciones. Todo acompañado por un artista llegado ese mismo día que armonizaba la terrorífica noche con su música que llevaba al menos dos horas tocando.
Para Tobías, ese entorno era bastante tranquilo. A pesar de ser un Erudito y dedicarse a la recopilación de libros y conocimiento, le gustaba trabajar en lugares así. Pasar tantos años en un absoluto silencio como lo fue su academia lo hacía insufrible, por lo cual se había acostumbrado a estar rodeado de esa clase de ruido, algo sonando al fondo sin necesidad de prestarle mucha atención.
Pero por encima de eso, estaba un sonido que sí lo incomodaba, y distraía su mirada de las páginas que trataba de copiar mientras golpeaba la punta de su pluma contra el anillo angelical puesto en su dedo anular. Bajó la vista y chasqueó la lengua al darse cuenta de que tenía tinta entre los dedos.
El ruido se trataba de la discusión que tenían dos de sus tres guardaespaldas, Ravian y Jule.
Ravian era un soldado enorme, de espalda y brazos anchos. Su mirada era escrutadora, con la cual juzgaba a cualquier persona. Tenía unos guantes negros que nunca se quitaba, Tobías se preguntaba si había debajo de ellos una cicatriz o el anillo de algún contrato demoniaco.
—Fueron dos mil ángeles los que habían sido enviados por el ejército enemigo para combatir al Gran Rey Joshua III. ¡Es imposible que fueran menos! —Reclamaba el enorme soldado, agitando la jarra de la cerveza. Tobías miraba asustado que ninguna de las gotas cayera en los pergaminos, si eso pasara, sería un completo desastre.
—Según este pergamino de acá son menos, eran 34 y de una fuerza élite. Es lógico que mandes soldados especiales cuando uno solo de ellos hace el trabajo de cinco.
Jule era el más joven del grupo. A pesar de eso, tenía una cicatriz en el ojo derecho atravesándolo de arriba a abajo. No se molestaba en ocultarlo porque así la gente quedaba intrigada por aquella marca, lo cual le permitía contar la historia de cómo se había hecho esa cicatriz, y vaya que le gustaba contar esa historia.
—Pero este otro pergamino reafirma lo que digo. —Recalcó Ravian, levantando otra hoja con tanta brusquedad que Tobías estuvo a punto de desmayarse—. También tengo las pruebas necesarias.
—Suficiente. Baja eso, Ravian. Y ya, cálmense los dos. —El tono de Tobías no era autoritario ni fuerte, pero era el jefe, y la razón de que les pagaran. Algo para usar de vez en cuando a su favor. Ravian lo observó con aquella mirada tan afilada y bajó el pergamino igual de brusco que antes.
—Pero Erudito, esto es absurdo, tenemos dos historias diferentes del mismo lugar. No tienen sentido.
Tobías extendió la mano y le pidió con la mirada el pergamino que Jule tenía en las manos. El chico se lo dio de manera muy decente y comenzó a leerlo.
“En las calles de la ciudadela de Gabriel retumbaban cornetas anunciando su llegada. El Rey desenfundó su sable, presto para la batalla, mientras los treinta y cuatro coros que esperaban fuera de la muralla gritaban su nombre, no como alabanza, sino como un reto. Habían llegado para matarlo, matar a la muerte verde”.
De inmediato tomó el otro pergamino que había desechado Ravian y observó el texto, donde hablaba de la misma ciudad, pero detallaba más lo sucedido.
“Dos mil muertos a sus pies, y aún quedaban más. Pero para el Rey, aquella victoria aplastante no significaba nada, porque sus hombres también perecían a su alrededor, lloró mares de sangre…”
Dejó de leer en el momento que el texto se había puesto demasiado dramático. Conocía a unos cuantos que les gustaba relatar como si fueran escritores de obras de teatro y no recopiladores de información.
—Este texto, Ravian, no habla únicamente de los enemigos, sino también de sus aliados. Y tiene un tono tan melodramático que incluso puede recitar un poema por sí solo. —Dijo, poniendo cara de fastidio mientras dejaba el pergamino en la mesa—. Y este de aquí, habla de algo no visto, significa que tampoco podemos estar seguros. Maldita sea, ¡no podemos estar seguros de ninguno!
La última expresión la dijo con rabia. Los dos soldados cruzaron miradas mientras Tobías se dejaba caer en su asiento con estruendo.
Ese era el verdadero problema. La búsqueda que se le había encomendado estaba siendo infructuosa. No solo cada pergamino se contradecía con el anterior, sino que ninguno era claro en lo escrito. Habían pasado tres semanas yendo a la biblioteca de la ciudadela de Miguel, la cual estaban visitando, leyendo y releyendo pergaminos sin encontrar nada que conectara al Rey en todas sus leyendas. Tobías tenía la idea de que los escritores querían contarlo a su manera, añadiendo detalles que no llevaban a ningún lugar. El no poder dar con la verdad lo estaba volviendo loco, como si tuviera en frente múltiples callejones sin salida, uno detrás de otro.
—Luces cayeron del cielo… Emm, ¿cómo seguía?