VUELTA A LA JOVEN EYLEEN REIGNHEART
Los años pasaron y tuve que aprender a vivir con la incertidumbre de si aquel canalla extranjero, en el mejor de los casos llamado Gaby, cumplirá realmente su promesa.
No hubo ningún avance en mis intentos por acercarme a la piratería, Sallow me seguía contando de sus historias, pero cada vez se mostraba más reacio y cansado ante ellas.
Él y yo nos centramos, sobre todo en la música, especialmente en el piano.
Pocos meses después de que él llegara a mi vida, descubrió en mí un “don innato”, gracias al piano de cola de mi madre que en los últimos años había sido tocado más por las manecillas del reloj que por dedos humanos.
Casi cinco años después, me estaba preparando para una audición para la mejor academia de música del país.
Si me aceptaban allí, tendría un futuro prometedor estaría asegurado.
La idea me emocionaba, más o menos, no es “vocación” la palabra que usaría para describir mi relación con la música.
Digamos que no me apasiona, pero la necesito para vivir.
Y sí, supongo que ha influido en mi vida, incluso en este relato; mira las primeras palabras de cada párrafo de la primera página de este relato.
Cuando las melodías salen del piano, mi dolor está envuelto, de modo que no lo veo.
El dolor dejaba de doler, pero todo tenía menos sentido.
Por supuesto, Sallow no sólo se centró en enseñarme música; gracias a él me convertí en, según dice “una dama”, francés, literatura, modales. Y mis sujetos favoritos, matemáticas y filosofía.
La piratería ocupaba un sitio siempre en mi vida; pinturas en la pared, mapas antiguos sacados de mercadillos ambulantes.
Nada comparado a lo que acabo de adquirir hoy; una auténtica bandera pirata.
De color negro, con un esqueleto minimalista rojo a cuerpo completo, sonriendo, amenazante.
Aquel anciano me puso malos ojos al intentar comprársela, ya era malo comprar objetos de piratería, peor si eras mujer. Pero al duplicar la cantidad que pedía por ella, accedió.
Quizá me excedí, pero realmente la necesito.
Acaricio la tela, es más suave de lo que parecía, la paso por detrás de mis hombros y me abrazo a ella, a modo de chal.
Juro que cerraba los ojos y me imaginaba en un barco, con el vaivén de las olas y el olor a madera mojada, me sentía más libre.
Por supuesto nunca había estado en un barco, menos aún en un “barco pirata”.
Sallow me explicó por qué los piratas no querían mujeres a bordo; llamaban a los barcos con nombre de mujer para darles suerte, pero creían que si se subía una mujer a bordo el barco tendría celos y se hundiría, ilógico, creo yo.
Si yo fuera ese barco agradecería tener algo de compañía femenina, no la vería como una amenaza, sino como una amiga.
Pero supongo que no lo pueden entender porque quien inventó esa estúpida regla fue un hombre, y no una mujer o un barco.
Sé que a mi padre le daría algo si me ve con la bandera, y que debería ocultarla, pero me hace tan feliz…
Mentiré, antes de mentir sé que estoy mintiendo y no me arrepiento ni un ápice de ello y antes de pronunciarme, sonrío, no lo cambiaría, aunque tuviera la oportunidad: “Me tomaré el lujo de dormir con ella hoy, solo por hoy, lo prometo.”
Me dejo caer sobre las mantas y noto como un profundo sueño impide que me mueva siquiera, mis párpados están sellados, y siento como si guijarros estuvieran posados sobre ellos.
No tardo más de cinco minutos en dormirme cuando un pequeño sonido me despierta.
Parpadeo, confusa, me tomo un tiempo en ver qué pasa; resulta que la ventana de mi habitación, puede que el pomo o el marco estén rotos; nada que mañana no podamos solucionar.
Vuelvo a tumbarme de lado sobre mi cama, con la ventana y la brisa fría dándome en la espalda.
Suspiro, relajada y cierro de nuevo los ojos.
El viento recorre mi piel de pies a nuca, la cual estremece.
A estas horas sólo se oyen a un par de grillos despistados cantar.
La luna está brillante hoy, en la penumbra de mi habitación puedo diferenciar un poco los objetos de esta por su forma; mi peine de plata con el extremo puntiagudo y las cerdas del peine suaves y blancas, un espejo con el marco dorado, una pequeña daga (del siglo 15, la adquirí en un puesto ambulante, debería guardarla debajo de la cama.)