La muñeca del rey [+21]

Capítulo I: Bolívie. 1800

—¡No realizaréis adivinación ni magia! —grita un pobre hombre entre la multitud—. ¡Son mandadas por el mismísimo diablo para manipular sus almas!

—¡Cállese, viejo asqueroso! —miro como un hombre un poco más joven que aquel anciano, lo empuja y lo deja tirado en el suelo con su biblia al lado.

Sujeto más fuerte la mano de mi hijo, al estar a una corta distancia de él, pero fácil de perdernos en la multitud. El anciano recoge su biblia, pero algo lo hizo levantar la mirada hasta mí. Se nos queda mirando, muy lentamente, como si de un animal fuera. Noto como el hombre se asustando, deslizándose por el suelo con rapidez y gritando:

—¡Bruja! ¡Hay una bruja aquí! —su dedo me señala, esperando a que una persona de la multitud le prestara atención.

Al ver que el anciano gira su rostro, empezamos a caminar por la multitud, ligándonos y perdiéndonos de vista. Las calles de Beni están repletas de gentes, llevan antorchas y en el centro de la concentración, se encuentra una hoguera grande, donde las personas empiezan a tirar sus biblias y algunos retratos de la reina; nos detenemos a una distancia de la hoguera, ya lejos de la vista del anciano. Mi hijo se apoya más en mi pierna, mientras que sigo mirando el fuego, como poco a poco va agarrando fuerza.

Sigo el humo hasta llegar a un cielo despejado de nueves y con una luna llena hermosa, reflejando los caminos más oscuros del pueblo. Un grito agudo invade todos los oídos de los manifestantes cerca, se hizo un silencio rápido; escuchamos un segundo y tercer gritos, hasta que es coro. Los guardias de la reina aparecen, matando a una mujer delante de nosotros, clavándole la espada en su pecho.

Mi respiración se corta al ver entre aquellos guardias, espías de otro reino. La multitud se altera y todos comienzan a correr, agarro con fuerza a mi hijo y empezamos a correr, en un sentido distinto, empujando a cada persona que se me atraviesa. Entramos a un callejón solitario, las paredes se sienten húmedas por la precipitación de esta mañana. Nos detenemos por un momento y miro hacia ambos lados del callejón, aun con los gritos de fondo; le hago una seña a mi hijo pequeño para que hiciera silencio y miro a mi pequeña entre mis brazos, la cual se encuentra profundamente dormida. Al final del callejón, se ve una calle amplia y libre de personas.

—Mamá ¿qué sucede? —pregunta Caster, que tira de mi vestido. Su mirada no muestra temor pero tampoco tranquilidad al no evitar estar mirando por el camino por el cual veníamos.

Me agacho para poder estar a su altura, coloco mi mano en su rostro y veo como su cabello rubio da leves reflejos por la poca luz; y aquellos ojos café claros, que por un momento me enamoran. En mi mente aparece la imagen de su padre.

—Iremos a ver a un amigo —respondo y una lágrima resbala de mi mejilla al saber lo que voy a hacer.

Me levanto, agarro la mano de Caster y salimos corriendo nuevamente; aquella calle amplia efectivamente se encuentra solitaria.

—¡Ahí está! —me giro y puedo ver que aquellos espías son guardias, al notar su armadura y espadas de la familia Rodríguez de Rodríguez.

—¡No pares! —le grito a Caster, su mano está ya sudada y su velocidad va disminuyendo. Entramos por varios callejones y en ocasiones soltaba la mano de mi hijo para tirar algunos barriles y hacer tiempo. Unos tambores comienzan a sonar cerca.

A una distancia puedo ver a una multitud centrarse y obstaculizar el camino, observo a varias gitanas con faldas larga y de colores oscuros, algunos hombres tocando con fuerza los tambores, mientras que ellas bailan alrededor de una fogata, tirando cuadros de la reina de Bolívie al fuego.

—Permiso, por favor —mientras paso por la multitud, agarro más fuerte la mano de mi hijo—, permiso por favor —repito nuevamente. Las personas cercas me miran con extrañes al ver mi vestimenta y a dos niños, pero logran hacerse a un lado.

Siento como la mano de Caster se desliza de la mía, un temor fuerte agarra mi pecho, deteniendo mis pasos en el medio de la multitud y buscando con desesperación a mi hijo, mientras sostengo con fuerza a mi hija. Encuentro a Caster en el suelo y a una distancia los guardias ya han entrado en la multitud y golpean a las personas que se atraviesan.

—¡Guardias de la reina! —grito con fuerza al tumbarme con mi hijo y evitar posible golpes de la desesperación de las personas. Las personas gritan con fuerza y empiezan a moverse con brusquedad—. Vamos Caster, hay que salir de aquí —coloco de pies a mi hijo y seguimos corriendo.

Veo por un momento dos direcciones opuestas, desesperada y mi mente sin ayudarme, tomo el camino de la izquierda. Los tambores escuchan lejos y perdimos el rastro de los guardias. Nos detenemos por un corto tiempo, para tomar aire a mis pulmones y un descanso. Caster se sienta en el suelo, está cansado, sus ojos se cierran frenéticamente. El llanto de Davina invade mis oídos tan de repente, que cierro mis ojos por un momento y con ayuda de mi boca le hago un sonido suave y la muevo de poco a poco.

—Ya mi pequeña —susurro para tranquilizarla, sus brazos son muy pequeños, es tan frágil ante mis ojos. Un nuevo miedo me invade, en solo pensar si la familia de Rodríguez de Rodríguez me atrapa, mis niños sufrirán y todo esto va ser en vano—. Ven Caster, ya estamos cerca.

Caster se queja al principio, patalea con fuerza el suelo pero acepta. El lugar cada vez hace más frío, indicándome que estoy cerca. Al cruzar por otro callejón angosto, tan angosto que mis hombros chocan con las paredes; salimos a una calle sin salida, rodeada de tiendas altas, la mayoría tienen velas negras flotando en su interior, calaveras guindando en cada puerta y ciertas flores marchitadas, el lugar, da escalofríos y lo deduje al sentir a Caster pegarse más a mí.




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