La muñeca del rey [+21]

Capítulo IX

Un sudor frío viaja por toda mi columna, el silencio de aquella habitación hace que mis estómago se remuevan y quiera expulsar lo único estable que tengo dentro; trago pero a la vez es un error al sentir mi garganta seca y dolorida. Los llantos aparecen al segundo, pero aún no logro en moverme, solo puedo ver aquella cama vacía, sin ella.

—¿Esto no está pasando, cierto? —murmura Anne, esas palabras hacen efecto en mí y giro mi rostro para verla; las manos de Anne se encuentra unidas, sus ojos están cerrados con fuerza mientras dice algunas plagarías, su cuerpo comienza a dar pequeños temblores.

Miro al resto de las chicas, algunas se encuentran abrazándose, otras están en las camas con la mirada pérdida mientras se abrazan entre sí; y la otra parte de las chicas, solo tiene su vista en aquella cama.

 —Estúpida, Helena —suelta Lydia, en un tono grotesco.

—No, Lydia…

—Ella misma se buscó este final —interrumpe—, ella sabía el peligro en que se metía, ella… —veo como el puño de Lydia se aprieta de la molestia— ella no nos escuchó, así que deja de rezarle, Anne.

Anne detiene sus plegarias por unos segundos.

—Tú no vas a decidir por mí —contesta—, tengo el derecho de rezarle…

Lydia escupe una risa forzada.

—¿Derecho? ¿Aun crees que tenemos derechos? Nuestra maldición fue nacer mujeres en un mundo tan cruel y miserable manejado por los hombres.

—Cálmate, Lydia —hablo por primera vez—, no vale la pena discutir…

—Esto es lo que hablamos anoche, Irene —interrumpe de nuevo—, Helena fue egoísta y no le importábamos, ese plan que ella planeaba solo nos traería desgracias —Lydia deja de mirarme para ver a las demás— no me sorprenda que recibamos un castigo por esto y espero que esta vez sigamos las reglas.

Lydia se aleja hasta estar cerca de la aquellas puertas, que aún siguen cerradas. Nuevamente hubo otro silencio, pero esta vez fue un poco más cómodo, aceptando que…

—¿Nadie escuchó nada? —pregunta Jane, cortando aquel silencio y mis pensamientos—. Es imposible que se llevaran a Helena sin haber hecho algo de ruido, alguien tuvo que oír y ver algo.

Empiezo a pasar mi rostro por cada una de las chicas, en busca de alguna pista, pero la mayoría solo es negación y otro silencio peor que los dos anteriores. «A ver visto algo significaba ser cobarde» aquellas palabras me golpean de repente y siento escalofríos por todo mi cuerpo; trago con mayor fuerza y trato de disimular mis emociones que me están carcomiendo. Helena nos había unido de una manera increíble, ella nos colocó la idea de apoyarnos entre nosotras mismas, en no dejar que una corra peligro sola, en hacernos saber que estábamos juntas con aquellas personas que nos quieren hacer daño.

—¿En serio? ¿Nadie? —insiste Jane.

Pero ninguna habla; las puertas suenan, alertando la entrada de las señoras; las que están en la cama salen de inmediato, ordenándonos en una fila de menor a mayor número. Las puertas se abren justo a tiempo, dos criadas se quedan en la entrada con sus cabezas mirando al suelo; entran tres mujeres a la habitación, con sus rostros en alto, bajo mi cabeza a tiempo —una de las miles de reglas— y al poco tiempo escucho el tacón resonar con el suelo, percibo como pasa a mi lado una de las señoras y sigue hasta llegar al final de aquella fila.

—¡Buenos días, muñecas! —anuncia la señora.

Mi pierna derecha la cruzo con la izquierda, dejando esta atrás, agarro en ambos lados un poco del vestido y lo extiendo un poco, flexiono mis piernas haciendo aquella reverencia de respeto.

—Buenos días, señoras—contestamos las muñecas de una manera tranquila.

Las chicas que tengo delante suben sus rostros al mismo tiempo que dejamos a un lado aquella reverencia; mi vista se enfoca en la mujer que tiene el pergamino en su mano, dejando que los nervios se disparen de golpe al saber que eso no es buena señal.

—La muñeca especial número cuarenta y tres, ya no estará con nosotras —menciona la misma mujer—, y por eso, mañana en la mañana tendrán sus nuevos números correspondientes ¿se entendió?

—Sí, señora Carmen —contesto dentro de las demás voces.

—Por el nombre de nuestro rey, Gabriel de Alaskia, tenemos permitido tomar acciones con lo sucedido de anoche, aquí, en la habitación de las muñecas —habla Carmen tan claro y fuerte, que mi piel se eriza—. Es imperdonable lo que ustedes lograron planear; nuestro rey, que lo ha dado todo por ustedes, deben sentir vergüenza, muñecas estúpidas.

La señora Carmen vuelve a caminar por un lado de nosotras, mirando a cada una hasta detenerse a mi lado. Puedo sentir como el calor me invade, haciendo que mi cuerpo empiece a sudar en ciertas áreas.

—Como primer castigo, recibirán tres golpes en sus palmas de las manos —comunica—. ¡Columna! —giramos a nuestra derecha— ¡Extiendan manos al frente!

La segunda señora, Úrsula —sin haberlo notado antes— en sus manos tiene aquella regla, nosotras la habíamos bautizado como La cola de la bestia; la señora sin perder ningún segundo más empieza a golpear a la primera chica, suena una, dos y tres veces en aquellas manos, dejándola sonrojadas y con algunos agujeros diminutos que poco a poco se llenan de sangre.




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