Capítulo 33: Unos amores más incondicionales que otros.
[10 de mayo del 2011, martes]
*Katherine*
Espero, impaciente, que el guardia me permita pasar a aquella amplia habitación únicamente ocupada por mesas y sillas.
Hoy es horario de visitas en el hospital y vine a ver a mamá. La cafetería no abrirá hasta un poco más tarde, por lo que no hay momento más oportuno como este para pasar tiempo con ella.
El guardia me da un último vistazo antes de asentir con la cabeza y se dispone a abrir la puerta para mí y para los demás familiares de los futuros ex-adictos. Ocupo una de las primeras mesas; ansiosa, jugueteo con mis manos debajo de la mesa y agito mi pierna izquierda con insistencia.
A los pocos segundos, una puerta contraria a la que entré, es abierta, y entonces empiezan a aparecer los pacientes.
La sonrisa que se dibuja en mi rostro es inmediata al ver a Eleonor. Se ve mucho mejor desde el día en el que la deje aquí; ha ganado más peso, su rostro ya no se ve tan demacrado y creo ver un atisbo de aquella mujer hermosa a la que adoré en mi niñez.
Conforme se va acercando, su sonrisa se ensancha y me pongo de pie para recibirla con un gran abrazo. Debo aguantarme las ganas de llorar porque me prometí que ya no lo haría, la vida me está dando muchos motivos para sonreír y aún me sorprende que no me haya quedado seca por tanto llanto.
—Te extrañé mucho, Kat —susurra en mi oído. Por su tono distingo que también está reprimiendo las ganas de llorar.
—Y yo a ti.
Separarnos nos cuesta un infierno, pero debemos hacerlo si no queremos desperdiciar todo nuestro tiempo en abrazos y cero charla. Tomo asiento luego de que ella lo hace.
—¿Cómo estás? Te veo muy bien, ¿cómo te tratan? Espero que de la mejor manera porque si no pondré quejas. Tengo tantas cosas que contarte —la verborrea me ataca y ella suelta una risita.
—Cálmate —entrelaza mi mano con la suya y ese gesto hace que mi corazón se acelere de alegría—. Respondiendo a tu primera pregunta, estoy bien.
—Que bueno —comento con nerviosismo.
—Me han tratado de maravilla, las terapias en grupo son las mejores —la forma en la que sus ojos brillan mientras me habla es el mejor bálsamo para las viejas heridas que llevo dentro, en el corazón—. ¿Y tú cómo estás? ¿Qué tal el trabajo?
La pelea con Deimos es el primer recuerdo que llega a mi mente y decaigo, pero me recompongo al instante porque no vine a ponerme triste, vine a disfrutar de los pocos minutos que tengo junto a mi madre.
—El trabajo va bien, Lyla —en su rostro se dibuja la confusión al no saber de quien le estoy hablando—, la gerente, es un poco tosca, pero amable.
—¿Cómo vas con tu novio? El rubio bonito, no recuerdo como se llama… —suelto una risita.
—Deimos —asiente y eleva las cejas de forma graciosa—. Estamos bien, trabaja conmigo en la cafetería.
—Pero… ¿su familia no es la de la mansión en medio del bosque? Debe estar muy bien acomodado.
—Sí, pero dijo que trabajaría conmigo y no pude hacer nada contra eso. Es muy terco —me encojo de hombros mientras ella me observa con ternura.
—Se ve que te quiere mucho.
—Más de lo que te imaginas.
—Me alegra que seas tan feliz —admite, en su tono se distingue la dicha que la embarga—. Mereces mucho más Katherine, eres un ángel, uno al que no supe amar como se debía.
—No digas eso —la voz me falla y trago grueso para desaparecer el nudo que se ha formado en mi garganta—. Soy feliz porque estamos bien ahora y eso es lo único que importa.
Pasamos varios minutos únicamente observándonos, sin poder procesar que hemos llegado hasta aquí y es que si hace un par de años me hubiesen dicho que mi madre iría a rehabilitación, me hubiese reído. Supongo que el destino, en su infinita sabiduría, se apiadó de ella, de mí, convirtiendo nuestra relación en una pared sólida, impenetrable.
—¿Has ido a visitarlo? —hundo las cejas, confundida. En realidad, sé a quién se refiere, pero mientras no lo nombre, no existe para mi—. A tu padre.
Cualquier rastro de alegría abandona mi rostro y, parece notarlo, porque reemplaza la sonrisa por una mueca forzada, incómoda.
No se me cruzó por la cabeza, nunca, la idea de ir a visitarlo. Ni siquiera para saber si mejoraba o empeoraba con el pasar de los días. Creí que, si ignoraba su existencia, se desvanecería como polvo en el viento, hasta que confirmaran su muerte. Pero sigue persiguiéndome, a todas partes, hasta en mis sueños. Lo llevo tatuado en la piel, en cada marca de mi cuerpo, como un recordatorio de que mi integridad fue ultrajada.
¿Por qué querría visitar a mi verdugo?
—No —asiente con nerviosismo—. ¿Quieres que lo visite?
Niega de inmediato y debo disimular el suspiro de alivio. Si me lo pedía, estoy segura de que iría. Justo ahora soy capaz de bajarle la constelación entera si así lo desea.
—No, tranquila —da un leve apretón a nuestras manos unidas—. Hay algo que quiero darte.
Deshace el agarre de nuestras manos y lleva las manos por debajo de la mesa. No sé qué es lo que tanto hace, pero no tengo que averiguar tanto porque termina sacando un sobre. No es muy pequeño, tampoco tan grande. Es blanco y se encuentra sellado por una pequeña pegatina con forma de estrellita.
—Este es el dinero que he ahorrado hasta ahora en el trabajo comunitario —lo deposita sobre mis manos. Al principio no sé cómo reaccionar, ¿debo decir gracias, acaso? ¿O felicitarla?—. Guárdalo en un lugar que consideres seguro. Tan pronto logremos conseguir el dinero suficiente, nos largamos del pueblo.
Lo dice con tanta convicción que me obligo a sonreír. Aún no… no es momento de decirle que no me quiero ir. Mi vida está aquí, mis amigos, Deimos. Definitivamente no iré a ningún lado si no es junto a él. Pero no puedo matarle las esperanzas, no todavía. Tengo tiempo para decírselo, y ella tendrá el tiempo suficiente para considerarlo.